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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Comunicación Estética (Cuadernillo de actividades, EPJA)

Hace unos años organicé las actividades y contenidos que desarrollamos durante el año para la asignatura Comunicación Estética, de la orientación Perito Agroindustrial para la modalidad de Educación Permanente para Jóvenes y Adultos. Esta asignatura, hoy en vías de extinción, me permitió recorrer contenidos y actividades que no había abordado antes por mi formación en Letras, y que sin embargo me resultaban altamente valiosas para debatir con lxs estudiantes de la llamada escuela nocturna. 

Así fue, y en varias oportunidades lxs alumnxs me expresaron cuánto se identificaban o lxs interpelaban algunos de estos contenidos, por más que les imponían ciertos desafíos de comprensión y resolución de tareas. Si bien las actividades de este fichero resultan a veces literales o poco dinámicas, la puesta en escena (quiero decir, llevar el material a clase y compartirlo) fue altamente participativa siempre.

Pongo a disposición de todxs este material, y espero que sea de utilidad para lxs estudiantes y docentes de cualquiera de los niveles educativos. 

 



domingo, 12 de junio de 2022

Hijo y padre de la selva [Juan Carlos Onetti]

Horacio Quiroga (31.12.1878 - 19.02.1937)

La única vez que vi a Quiroga in corpore fue en una esquina de Buenos Aires. Lo había leído tanto, sabía tanto de él, que me resultó imposible no reconocerlo con su barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho.Era inevitable ver, mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había estado retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias.

Y cuando apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse recordé un verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista Martín Fierro, cuando Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo, "el general Quiroga va en coche al muere".

Conversación del enfermo


Estoy seguro de que en aquel viaje -al hospital, según supe- él ya sospechaba lo que yo sabía. Un común amigo, Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba con Quiroga y éste lo visitó brevemente, a su estilo, cuando bajó de la selva para consultar médicos en Buenos Aires.

Hay quien afirma, audazmente, que a vecés, en una por millón, el paciente tiene un promedio intelectual superior al del médico. Éste fue el caso de Quiroga. El director del hospital, que ya había afilado el bisturí, estuvo conversando con el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la malsana curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas, optimismo, circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte.

Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.

Poco después de que Jas cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto, Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una biografía del escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta biografía impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores por mor de una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta la muerte del blografiado, mantiene hoy su carácter de única. La tuve, la perdí en vaya a saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga desde los insinceros, decadentes Arrecifes de coral y el derrotado viaje a París hasta su muerte en el refugio de un hospital.

Luego, pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios críticos e intelectuales de diversa especie viajaron a la selva misionera con el absurdo propósito de ver allí algo que se le hubiera escapado al maestro.

Mucho antes, un gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima a la que habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condición de que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un mood propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo, el uruguayo izaba una bandera.

Pero ni los pre-muerte ni los post agregaron nada de importancia a la biografía de Brignone y Delgado, nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni en librerías de viejo ni en bibliotecas de amigos.

Cuando su obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin tremendismo, con cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de que una novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación de bajar a Buenos Aires. Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y la congoja de una muerte trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había estado conjurando al exigir a otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que él mantuvo hasta el fin.

Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita más o menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resistió mucho su llamado.

Aquel viaje visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor con intensidad diversa.

La más importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Eglé -maravillosa persona- al presentarle a una compañera de colegio, muchacha de gran belleza. Poco tiempo después, Quiroga se casó con ella y la llevó, como cazador y presa, a su casa en la selva norteña.

La segunda consistió en una larga temporada de fiestas y reuniones en las que admiradores, y aspirantes a buenos discípulos rodearon al maestro tanto en su residencia de las afueras, en la localidad de Vicente López, como en hogares y restaurantes porteños. Aquí el hombre huraño, tan parco en tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia y humilde que había construido con sus manos, bajó la guardia, supo ser amable, cordial y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no había sido vana y tenía a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa.

Tantos meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera consecuencia.

Ahora, una aparente digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más o menos un año después de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida. Cáfilas de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para atacar al muerto.

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Hienas comecadáveres


Recuerdo que la ola de baba verdosa llegó a tal altura quela revista Life cedió una doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra las hienas comecadáveres.

Este artículo fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y muerto, tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable.

Tal vez hubiera alguna rata en el festín.

Algo muy parecido ocurrió con Quiroga vivo.

Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico.

El maestro cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta que era desafío y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda los nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.

Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios.

Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia del no morir- de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de expresarlas con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces, se les escapara un "añamembuí" dirigido al patrón invisible y de crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de revólver y látigo; o al destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones.

Para el mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando.

El aire acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45 centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco grados bajo cero.

Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a trabajar en los obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patrón oculto.

Excusa del analfabeto


Allí no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los supervivientes, llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso, un subcapataz. Allí plasan algunos días y, sobre todo, noches. La caña corre, las mujeres abundan y todas casualmente se llaman Venérea. El sub simula acompañarlos en la gran orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello.

Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra contrata. Días después, los mensú remontan el río, amontonados como animales, y vuelven, por otros dos o tres años, al martirio del infierno breve.

Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando sangre, hasta que el gringó cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca de la frontera de Brasil.

La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía el cuento mis simpatías acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.

* Este artículo apareció en la edición impresa de El País (España), el viernes 20 de febrero de 1987. FUENTE AQUÍ.

EL HOMBRE MUERTO [Horacio Quiroga]

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El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en estas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Solo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es este el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?

No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es este uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ese o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ese es su bananal; y ese es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ese, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.##

ARRIBEÑO DEL NORTE [Carlos Villagra Marsal]

 

 Lo que haya – dijo el hombre – Cualquier cosa.
Cabalgaba a plomo, pero echándose un poco atrás de la cruz de su montado, como los chaqueños.
– No – dijo la vieja.
– Cualquier mandioca hervida – insistió el jinete con paciencia, se-ñalando el mandiocal mezquino.
– No – repitió la vieja.  Un temor como reciente trababa su voz – No tengo nada. Soy muy pobre – agregó mirando a sus espaldas, como si quisiera convencer al extraño indicándole el rancho ruinoso, o como si se moviera para huir de una vez.
– Pero algo has de tener, señora  – el arribeño hablaba suavemen-te, con fatiga, con bondad.
Había  llegado en un ruano de gran alzada casi al mediodía, cuan-do el Norte es bajo, sólo al nivel de un hombre a caballo, y sopla con su máxima fuerza.
La dueña del rancho lo vio en el momento que abría sin desmon-tarse la única tranquera, que daba al Sur.  Salió a su encuentro en la limpiada. Él le había pedido algo de comer, y ahora estaban allí, in-móviles en el insoportable reverbero, el hombre un poco lejano to-davía, alto y cansado en su ruano, y la vieja mujer como sin motivo, temerosa y enjuta, con el ruedo del vestido arrastrándose por la pol-vareda quemante, mientras el Norte se liaba y desenliaba en sus cuerpos y en la mata de los árboles bandeaba implacable la planta-ción canija y seguía royendo sin sosiego la tierra oscura.
– ¿De dónde viene? – la vieja encogió los ojos al mirarlo, como un gnomo astuto bajo el sol.
– De lejos – el brazo extendido del hombre se vinculó con un punto en las islerías azules  – De allá. Del Norte – el viento tallaba su lento rostro detenido entre el cielo y la tierra.
A la vieja le pareció entonces que él no era sino criatura del viento Norte resonante y lejano, traída en el viento asoleado para un des-tino cuyas secretas secuencias nadie (y él menos todavía) podría desbaratar.
Comenzó a pasarla el miedo, extrañamente.
– Puedo ir a ver si mis gallinas pusieron – dijo por último, y añadió como preguntando – puedo hacerle un estrellado.
– Y está lindo – contestó el hombre – Ya vale demasiado.
El ruano resopló largamente. Como si fuera una señal, el forastero desencogió las piernas y se puso cómodo sobre el apero, con una leve rotación de las caderas.  La mujer se dio cuenta de que ese exiguo movimiento era el primer respiro que el hombre se daba en mucho tiempo, el pequeño descanso verdadero en quién sabe cuántos días con sus noches de marcha alerta y desolada.
– Y llegue pues entonces, señor mío – en el lugar del miedo había compasión.
El hombre desensilló en silencio bajo un laurel canela como de ocho años.  Cuando sacó la jerga, del cuadrado húmedo y negro en el lomo del animal se evaporó el sudor en volutas verdosas. El olor pe-netrante mató al de la sombra limpia y al refrescante aroma de las hojas verdioscuras en tanto el arribeño ataba corto al ruano, con el cabestro, por el tronco todavía liso y delgado.
Luego se curvó con el peso de los arreos y se encaminó sin prisa hacia el rancho.  La vieja le esperaba casi bajo el solero: otra vez más se enfrentaron sus figuras sin sombra, siempre con el viento Norte llenándoles interminablemente la hueca de los oídos, levantando desde sus pies hasta el horizonte pilares de humo elemental.
– Es caliente el calor – dijo ella.
– Es caliente – confirmó el arribeño.
– Ponga allí sus calchas, señor mío, por el atraviesa – dijo la vieja.
Tendido en el catre de trama, el hombre pensaba. Su mirada erró por el declive del techo comido por los bichos, por las destruidas pa-redes francesas; por todas partes, el estaqueo desnudo marcaba los sitios donde el lodo rojizo se había desprendido; las manchas de luz encandilaban más que la del ventanuco y un polvo brilloso se agita-ba, colmando la penumbra. Arrimada a la tapia, una mesa vencida, cubierta por una palla marrón de suciedad y de tiempo, soportaba un nicho de madera repleto de imágenes. Distinguió un crucifijo, la Virgen de Dolores, una estampa grande del Corazón de Jesús, Santa Librada y dos florerillos con flores de papel.  En el candelero de ba-rro, frente al nicho, la vela se había acabado. Fuera del catre y una frazada raída, en el cuarto no había nada más. La vieja trajinaba en el cobertizo.  De pronto, oyó el chirrido de algo fritándose en la paila, y el tufillo acre de la grasa de vaca llegó hasta él.  El hombre cerró los ojos.
Al cabo de un momento la vieja lo llamó:
– Venga que, señor mío. Ya está toda la comida.
– Mejor que coma aquí – el arribeño se incorporó –. Norte está du-ro, y entra demasiado resol en el galpón.
– Y como le gusta nomás – dijo la vieja.
– Entonces él trajo de afuera un banco largo y angosto. Entró la mujer con lo que le había preparado, un champurreado de charque y huevos.  El hombre se sentó a horcajadas en el banco, colocó ante sí el plato enlozado y empezó.
La vieja se puso en la misma orilla de la cama y se soltó el rodete.
– Gran cosa es el hambre – dijo el hombre después de una pausa –.  Se me ocurre que estoy convirtiéndome en otro – aseguró.
La vieja iba poniendo con atención las horquillas en su regazo.
– Este charque no está bien hecho del todo – dijo –.  Ha de estar un poco pasado.
– A mí me gusta la carne azul – repuso él.
Tajaba la mandioca y los trozos grandes de cecina con su propio cuchillo, de hondo y acanalado acero de yatagán y mango de metal esmaltado.
– Cuando venía quise mariscar –  manifestó, removiendo con la punta de la cuchara un pedazo duro de yema. Al fin, agregó como disculpándose –: pero cuando se anda con apuro no se puede.
¿Le persiguen? La vieja se pasaba por las crenchas un peine fino de cuerno.
– Y además ya hacen dos días que mi recortado se descompuso completamente, y lo tiré – dijo el hombre para sí. Dejó de comer y le dijo, mirándole a los ojos –: Nunca podemos saber del todo lo que nos pasa.
Y siguió comiendo, agachado como un apacible animal, grande y hambriento.
La cuchara y el peine subían y bajaban, bajaban y subían, pausa-damente pero sin tregua, con movimientos que parecieron concerta-dos: el hombre empujó su plato vacío en el mismo instante en que la vieja empezaba a trenzarse de nuevo el pelo grisáceo.
Luego el hombre limpió cuidadosamente la hoja por los bordes del banco y envainó.  La vieja notó que guardaba el facón adelante, a la izquierda, y con la empuñadura hacia abajo.
– ¿Está satisfecho?
– De ley – el hombre se tocó la faja.
Todo el tiempo, la mujer lo estaba observando a su gusto. Tenía un buen porte; aun sentado era alto, grande y huesudo: su figura llena-ba casi la pieza estrecha, y sin embargo tenía un aire lejano, como si siempre estuviera de paso, o como si jamás llegara del todo a ningu-na parte.  Por lo demás, un cansancio tan viejo que ya era casi abs-tracto exaltaba sus pómulos y ardía en silencio por sus sienes, mien-tras la tranquila bondad habitaba su rostro tan naturalmente como su color moreno.
– Está lo bueno – el hombre pasó una pierna por encima del esca-ño, y quedó sentado frente mismo a la vieja, con las rodillas casi to-cándose –.  ¿Cuánto te debo, madre?
– Nada – dijo la vieja.
– Oh – dijo el hombre, con suave sorpresa –. No ha de ser así.
– No, nada, señor mío – volvió a decir la vieja. Ya se había armado el rodete, y ahora lo sustentaba con las horquillas que recogía del re-gazo.
– Pero había de ser que – protestó el hombre –.  No es capaz, que tanto hayas trabajado y penado por mí de balde.
– Nada, ya le digo – porfió la vieja –. Demasiado zoncería.
– Entonces yo voy a darte alguna zoncerilla también – el hombre hurgó en su bolsiquera.
La vieja le tocó el brazo.  De golpe, su voz se volvió vacía.
– Mire, hijo. ¿Para qué quiero nada más, si anteanoche se llevaron todo lo poco que tenía?
– ¿Quiénes? – la mirada del hombre se puso grave.
– No sé -.  Llegaron en mitad de la noche, entre muchos, pero uno solo con linterna. Me amenazaron.
– Bárbaro – dijo el hombre –. ¿Pero es cierto?
– Sí, y me quedé en el catre temblando y tiritando de miedo, entre-tanto ellos se llevaron todo – la vieja miró un rincón desierto –. Mi baúl con mi ropilla, y después mi azada, y mi machete, y mi lámpara también. Y esa lámpara es lo que más siento.
– ¿Qué clase de lámpara?
– Una nueva, hermosa que acababa de comprar – los viejos ojos le relumbraron como al perdido fulgor –.  Con su bronce dorado – hubo un silencio –.  Y el pueblo está lejos de aquí y la vela es cara, y encima está escasa por ahora.
– Pero qué bandidos – dijo el hombre con voz impersonal –, bandi-dos.
– Pero la revolución ya terminó, ¿verdad?
– Hace un mes – dijo el hombre.
– ¿Y cómo entonces siguen perjudicando y jugando por los pobres?
– ¿Y ésos que vinieron, eran montoneros o las fuerzas?
– Yo no sé de Ésos. Pero malicio que fueron mis vecinos. De aquí media legua hacia el Este, detrás de la isla Yryvukehá, está el puesto de los Cuéllar, una gente mala sin segundo.  Y un poquito más allá anda el Agüistín Segovia, otro también.  Y después, ya más allá, en el mismo labio del monte, tiene su chacra Solano Chamorro, un arriero de laya fea en el mundo.  Se dice por ahí que yo tengo plata, y quién sabe si por eso.
El hombre se puso de pie.
–  Y bueno – dijo con  toda seriedad –, tengo que pagar lo que debo. Me voy a ver si consigo topar lo que te sacaron. Puede ser.
– ¿Dónde? – dijo la vieja.
– Voy a pegar una vuelta por ahí. Puede ser que preguntando, pre-guntando, por allí donde me dijiste, encuentre alguna cosa.
El hombre alto se movió.
– Y lo que quiere hacer, tiene que hacer – dijo la vieja –.  ¿Va a to-mar tereré antes, verdad?
– No. Es bueno que vaya inmediatamente.
Hasta ese momento, habían conversado en guaraní. Ahora, desde la puerta, el hombre habló en castellano:
– He de conseguir tus cosas – su voz graveó sobre ella, solemne y como fatal –.  Lo que te quitaron.
La mujer no entendía español, pero asintió en silencio.
Ensilló rápidamente y montó enseguida. Ahora el Norte estaba más arriba, sobre los árboles.  La vieja metió en la grupa del lado de mon-tar el tasajo y la mandioca que le había dispuesto para su matula.
El ruano cabeceó vivamente.  La vieja aseguró los tientos.
– Muchas gracias – dijo el arribeño.
La pesada y dura luz de la siesta recortó el rostro con su extraño aire ausente, su antigua fatiga, su bondad entera y morena.
La vieja rozaba la pierna izquierda del jinete. De repente, se le an-tojó inmenso el caballo y vertiginoso el hombre y retrocedió tres pa-sos, porque todo el cielo descolorido se achicaba para caer como un rayo sobre su misma cabeza. Entonces supo que él era omnipotente o mágico, y su garganta se anegó de gratitud.
– Hasta luego– dijo el hombre.  El ruano giró.
– Hasta luego – dijo la vieja.
Hacia un rato que había entrado el sol cuando volvió. Ya en el alto cielo, el viento Norte deshacía las ligeras nubes de octubre.
La dueña del rancho no le oyó llegar.
– La vieja – su llamado era profundo y despacio.
Ella asomó al galpón y lo vio en la pequeña explanada, solo jinete del crepúsculo, firme la mano que sostenía la rienda, en tanto la de-recha cargaba un atado de ropa y una lámpara dorada.
– Me parece que estas son tus cosas.
La vieja se acercó. La mano descendió hasta las suyas.
El ruano dio un respingo.
– Cuidado el tubo – dijo el hombre.
– Eeh. Y es. Es mi lámpara. Y mi vestido colorado también. Y mi enagua. Más que muchas gracias solamente. Le agradezco tanto, se-ñor mío.  Pero le agradezco tanto, cómo voy a decirle – la vieja pla-ñía, como si su agradecimiento fuera una lamentación.
– Bueno, madre… bueno.
Con la última luz, ella pudo notarle todavía el aire transitorio y remoto, la fatiga sin tiempo y la bondad invulnerable.
Pero él volvió el torso, inclinándose hacia la grupa del lado del la-zo. Después de un momento, con la cara oculta, dijo:
– Y éste creo que es el que te robó – el torso se enderezó, el brazo describió una parábola violenta, y delante de la vieja fue a caer una cabeza humana. Quedó de costado, con la mejilla izquierda pegada al suelo. Un solo ojo blanco, abierto, parecía mirar vagamente.
Del hoyo del cuello rebrotó la sangre, más negra que la tierra o la sombra, formando un cuajo a los pies de la mujer.
Un tirón ya invisible de las riendas y el jinete, al lento tranco de su montado, se dirigió hacia la tranquera, hacia el sur.
El ojo muerto resplandecía.
Entonces, la vieja principió a gritar.
Pero los gritos se elevaron sin respuesta para siempre, mientras al paso del ruano que ya era como zaino tapado, el arribeño se sumer-gía poco a poco en la noche creciente, como si los gritos y el hombre y su caballo no fueran más que viento norte o sueño.