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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

jueves, 1 de noviembre de 2012

LAS MANOS [Enrique Anderson Imbert]

 

El hecho había sucedido antes de que pavimentaran el playón de los camiones, donde cada tanto se planta algún parque de diversiones.

En la sala de descanso estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo empleado del sector limpieza, cuando alguien, desde la ventanilla, nos avisó que ya venía por el corredor de planta alta.

Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde ingresó por los ventanales, flameando sobre los hombros de Céspedes.

Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas.

Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente rumbo al armario.

Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio para firmar el presente y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego.

Otro día ­–ya todos los empleados del Hiper nos habíamos acostumbrado a vigilárselas– se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue. Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.

Pasó una semana. Advertimos que había venido otro maestranza en su reemplazo. Habían despedido a Céspedes por ausentarse mucho del trabajo, y nadie sabía dónde estaba. El encargado de seguridad, que conocía su casa, la había visto abandonada. En la empresa de limpieza a nadie le preocupó la desaparición. Lo despidieron por irresponsable.

–Encima era muy vueltero, y se agarró con el patrón –agregaba, insistente, uno de los repositores de la tarde.

En las primeras horas de la mañana del sábado siguiente, a una de las cajeras del primer turno le había llamado la atención algo que vio antes de entrar al trabajo. La forma de un cuerpo, de un hombre, tendido entre el yuyal despelechado de los baldíos del Hiper. Era Céspedes, y aún vestía el uniforme de trabajo.

Estaba muerto, sin manos.

Se las habían arrancado de un tirón.

Se averiguó que Céspedes no era sólo un limpia pisos: había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar.

Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó. Quizá fue arrastrado por el baldío hasta el fin, y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.-

 

Enrique ANDERSON IMBERT (adaptación)

 

NOTA. Adaptación realizada con fines didácticos, empleando el marco de la ciudad de Formosa (Argentina), para trabajar la relocalización en el contexto de los alumnos, y potenciar la significatividad del mensaje literario por referencia a las experiencias de vida comunes. Noviembre, 2012.

martes, 3 de enero de 2012

El silencio

 

El silencio es una tumba. Es una demanda universal que me hace ella porque soy una partícula de mierda que conforma todas las dimensiones de la mierda que puedan ocurrírsele a un ser humano. Tengo los dedos llagados, la lengua hecha pedazos -pienso que piensa ella. Mi nudo es una garganta. Mis ojos no miran, no quieren verte, quieren cerrarse, dormir. No quiero tus manos, la forma de tus manos, la caricia de tus manos, la forma de tus caricias, que son un espécimen sádico de lo cariñoso, un golpe de suerte, un golpe de calor, un galope, una pedrada al beso. No quiero ni te quiero, hoy, que es un viernes, o es un día de la semana cuyas leyes me resultan hoy indescifrables, como el deseo –que no me tiene. En ademán ya me rechaza y la repugno, soy callado, soy el que calla, ella calla, ella es el silencio, y mi corazón un trampolín hacia un campo de espineles, de fusilamiento a ciencia cierta. Yo soy una ballena tratándole de surcar los mares. Ella es un impulso, una ostra perpetua, un capullo ante el anochecer, cerrado, como una esquirla de amor, como su vorágine, acaso como su anhelo disipado. Yo camino casi malandrín recorriéndola, ella me da un beso en el aire, ella quiere el aire, ama el aire, ama la libertad, escaparse de mí, fortalecerse, guarecerse, desguadarramarse. Es ella, su ley, su noche, su horadaje, el lecho donde descansan sus hijos y sus peces. Es ella, atravesada por la decisión, acaso ofendida y mucho más, acaso libre, percibida libre, decidida libre. Es ella, acurrucada a mi costado, aplanándome con unos zarpazos suaves, con la punta de sus pies, con su inexpugnable pensamiento, con sus límites desbordados de sí misma, ante mi, sumiso, torpe, usado, deshauciado, degenerado, asqueroso y ruin. Ella es la que calla. Muero. Es su silencio.