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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

miércoles, 20 de agosto de 2014

EL INSPECTOR [Nikolai Gogol]

(fragmento)
 
JLESTAKOV. —¡Ni me hable! A la mesa, por ejemplo, sirven sandías que valen setecientos rublos. La sopa que está en la marmita acaba de llegar de París; uno levanta la tapa y sale un vapor nunca visto. Todos los días voy a bailes. Hemos formado un quinteto para jugar al whist: el ministro de Relaciones Exteriores, el embajador francés, el embajador inglés, el embajador alemán y yo. ¡A veces, uno se cansa tanto jugando!... Cuando uno vuelve a casa, sube al cuarto piso y sólo le quedan fuerzas para decirle a la cocinera: “Toma el abrigo, Mavra...” ¡Ah, qué tonto! Se me olvidaba que ocupo todo un piso en el primero. Tengo una escalera tan suntuosa que sólo eso me ha costado... Lo curioso es ver mi antesala cuando todavía no me he despertado: los condes y los duques se empujan y zumban allí de tal modo que pa-recen unos moscardones... A veces, aparece un ministro... Cuando me mandan un paquete, hasta suelen poner: “Para Su Excelencia”. En cierta ocasión, fui jefe de una repartición. Y, de pronto, el director general se fue..., no se sabe a dónde. Naturalmente, se empezó a hablar del posible sustituto. Hubo muchos generales que intentaron ocupar el cargo, pero tuvieron que dejarlo..., era demasiado difícil... La tarea parecía simple..., ¡pero, en realidad, era endiablada! Finalmente, vieron que no había nada que hacer...., y recurrieron a mí. Y empezaron a mandarme una legión de emisarios..., uno tras otro, uno tras otro. “¡Iván Aleksándrovich, venga a dirigirnos la repartición!” Confieso que me desconcerté un poco, salí a recibirlos en bata y quise negarme, pero pensé que el zar se enteraría de la negativa y que además eso sería una nota discordante en mi foja de servicios... “Buenos, señores, acepto el cargo”, les dije. “Así sea. Pero conmigo... ¡mucho ojo! ¡Mucho ojo! Porque yo...” Y, efectivamente, cuando paso por la repartición..., aquello parece un terremoto..., todo tiembla como una hoja. ¡Oh, nada de bromas conmigo! A todos ellos les hice marchar derechos. A mí me teme el propio consejo imperial. ¡Y claro! ¿Por qué no? ¡Yo soy así! No me importa nadie... Les digo a todos: “Yo sé quién soy”. Voy a todas partes. Visito el palacio a diario. Pronto me nombrarán minist... (Resbala y poco le falta para caer de bruces al suelo, pero los funcionarios lo sostienen respetuosamente).



 

viernes, 8 de agosto de 2014

Ceremonia Secreta [Marco Denevi]

 

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CEREMONIA SECRETA

Ceremonia secreta es la historia de una joven trastornada mentalmente que confunde a la solterona Leonides Arrufat con su madre muerta. La vieja terminará asumiendo ese papel, ilustrando así la recurrente intuición del autor en el sentido de que en todo ser humano hay, por lo menos, dos. Gradualmente el relato se inclina hacia lo criminal con la Arrufat como investigadora y figura clave.

La señorita Leonides se movió sobre su asiento del tranvía, tosió y se volvió hacia la persona ubicada a su lado. La muchachita la miraba fijamente, como a la espera de que sucediera algo. La señorita Leonides apartó la vista. Se sintió amenazada. Aquella joven había comenzado a envolverla, a comprometerla, le trasvasaba una carga, un peligro. Hasta la coincidencia de estar vestidas de luto creaba entre ambas un misterioso vínculo que las separaba de los demás y las colocaba juntas y aparte. Pero nadie es llamado gratuitamente por el destino. La señorita Leonides aún no lo sabía, pero desde ese momento comenzaba a formar parte de una ceremonia secreta.

jueves, 7 de agosto de 2014

La metáfora del pájaro negro

Por la paz en Medio Oriente

Oscuridad por la guerra guerra
innecesaria
guerra injusta guerra
injusta para los niños 

                               y los niños padres 
                                                         y sus padres hijos
de una casa en guerra guerra
cubierta de humo y

reconocida desconocida
                                    por cada estruendo
                                    por cada cuerpo
                   de la que fue víctima
                          en el suelo
                           de plomo
¡basta de derramamiento de sangre violenta!
si no hay
              paz no hay
                               amor
                               amor

sí hay un cielo palestino agobiado
lloro una bandera blanca 
que inunda las calles
y moja los pies a la masacre en masa

¡masacre en masacre!
no entiendo al poeta que escribe
se mezclan las gotas de agua dulce con las estruendosas espinas de plomo, 

¡no!
       son gritos 
los que se mezclan aclamadores de justicia 
                                                                  de paz
                                                                ante todo
en el pueblo teñido de rojo impotencia 

                               por culpa de pocos 
                                                            mueren muchos
                               ojos apagados y bien abiertos
donde la oscuridad reina, tomando más poder 

que el de la justicia 
inútil
cae la noche y una estrella fugaz asomándose 

termina siendo el fin
hasta el fin de los tiempos, donde los relojes se detienen
y la muerte dispara.





Creación colectiva de los alumnos de 5° año, ciclo secundario orientado, Colegio de la Ribera, (Formosa, Argentina)

jueves, 3 de abril de 2014

EL CANTAR DE ROLDÁN [Anónimo]



CXXVI


Maravillosa y grande es la batalla.
Hieren los francos con sus bruñidas picas.
¡Hubieseis visto tanto dolor,
tantos hombres muertos, heridos, ensangrentados!
Yacen los unos sobre los otros,
vuelta la faz hacia el cielo o contra la tierra.
No pueden resistir tal quebranto los sarracenos:
quiéranlo o no, abandonan el campo.
Y los francos los persiguen con todos sus bríos.


 


CXXVII


El conde Roldán llama a Oliveros y le dice:
“Señor compañero, confesadlo:
el arzobispo es muy cumplido caballero;
no lo hay mejor bajo el firmamento;
bien hiere con la lanza y con la pica.”
“¡Prestémosle, pues, nuestro brazo!” responde Oliveros.
A tales palabras han reanudado el combate los francos.
Los golpes son recios, violento el combate.
Grande es el desamparo de los cristianos.
¡Cuán bello habría sido ver a Roldán
y a Oliveros asestar tajantes mandobles con sus espadas!
El arzobispo lidia con su pica.
Pueden calcularse en cuatro mil
los que hallaron la muerte por ellos,
pues cuenta la Gesta que está escrito
su número en las cartas y los breves.
Resistieron firmemente los cuatro primeros asaltos,
pero el quinto les infligió gran quebranto.
Muchos caballeros franceses perecieron;
sólo quedan sesenta que Dios ha guardado.
Antes de morir, habrán de venderse muy caro.
 


CXXVIII


Contempla el conde Roldán
la gran mortandad de los suyos
y llama a Oliveros, su amigo:
“¡Buen señor, querido compañero, por Dios!,
¿qué os parece? ¡Ved cuántos bravos yacen por tierra!
¡Buen motivo tenemos para apiadarnos
de Francia, la dulce y bella!
¡Cuan desierta quedará, vacía de tales barones!
Ah, rey amigo, ¿por qué no estáis aquí?
¿Qué podríamos hacer, hermano Oliveros?
¿Cómo darle noticias de nosotros?”
Responde Oliveros:
“¿Cómo? No lo sé.
Ello podría dar lugar a que se nos afrentase,
¡y antes prefiero morir!”


 


CXXIX


Roldán dice:
“Tocaré el olifante. Llegará a oídos de Carlos,
que está pasando los puertos.
Os lo juro, retornarán los francos.”
Responde Oliveros:
“¡Fuera para todos vuestros parientes
gran deshonor y oprobio
y pesará sobre ellos esta afrenta durante toda la vida!
Cuando yo os lo aconsejé, nada hicisteis.
Hacedlo ahora, mas no será por indicación mía.
¡No fuera propio de un valiente tocar el cuerno!
¡Ya vuestros dos brazos tenéis cubiertos de sangre!”
“¡Buenos golpes he dado!” dice el conde.
 


CXXX


“¡Dura es nuestra batalla!” dice Roldán.
“Tocaré mi cuerno y el rey Carlos lo escuchará”.
“¡No sería propio de un valiente!” dice Oliveros.
“Cuando yo os lo aconsejé, compañero,
no os dignasteis escucharme.
Si el rey hubiese estado aquí
no sufriéramos quebranto alguno.
Los que ahora yacen no merecen reproche.
Por mis barbas, que si me es dado retornar
junto a Alda, mi gentil hermana,
¡jamás habréis de reposar en sus brazos!”
 


CXXXI


“¿Por qué contra mí volvéis vuestra cólera?” dice Roldán.
Y responde Oliveros:
“Compañero, vuestra es la culpa,
pues valor sensato y locura son dos cosas distintas,
y más vale mesura que soberbia.
Si tantos franceses murieron,
fue por vuestra ligereza.
Nunca más volveremos a servir a Carlos.
Si me hubierais escuchado,
habría retornado mi señor;
la batalla estaría ganada y muerto o prisionero el rey Marsil.
En mala hora, Roldán, contemplamos vuestro denuedo.
Carlos el Grande, que no tendrá su par hasta el juicio final,
no volverá a recibir nuestra ayuda.
Vais a morir y Francia será por ello afrentada.
Hoy toca a su fin nuestro leal compañerismo:
antes de esta noche habremos de separarnos,
y nos será muy duro.”




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sábado, 8 de marzo de 2014

Los docentes no somos Maradona

 

Marcelo Acevedo

Hace unos días, tuve una entrevista con una madre de la escuela que soy Director. La queja era que “un docente” no ayudaba a su hijo para que apruebe la materia, situación común en esta época del año. Para mi sorpresa en un momento de la charla me increpó lo siguiente: “¿Qué se creen ustedes? ¿Acaso son Maradona?” Luego de meditar unos días aquí va mi respuesta.

Los Docentes no somos Maradona, ese quizá sea el porque de la pérdida de prestigio cotidiano, no le damos alegría a la gente, le hacemos mal, la amargamos, y ni siquiera ganamos una copa mundial. El último informe PISA, así lo demuestra, caímos un montón de posiciones casi exclusivamente por responsabilidad nuestra.

En la semana observé por televisión a una diputada oficialista que decía entre otras cosas que “cada uno debe cobrar de acuerdo a su capacidad y su formación” y que “los docentes deben revisar dónde y cómo han sido formados” cuando el periodista Paulo Vilouta le repreguntó como justificaba su preparación y capacidad para que su sueldo sea seis veces más que el de un maestro contestó: “De mi vida privada no hablo, aquí solo vine para hablar de la problemática educativa”.

Interesante respuesta, llevada seguramente por un “Colectivo Imaginario” equivocado que me lleva a realizar las siguientes reflexiones:

En primer lugar un docente no se forma en un Instituto Terciario, o Universidad (en mi caso ambos), se forma en el día a día, en la lectura de un diario, en la escucha de un programa de radio, buscando alternativas para hacer más accesible su enseñar cotidiano. Ante cada programa nuevo, el que primero da respuestas es el docente, en el nivel secundario las preceptoras asesoran a los padres y alumnos en cuestiones de planes sociales (asignación por hijo y el nuevo PROGRESAR) vacunas, salud, ayuda psicológica, maltrato familiar, etc. Etc. Porque todo se resuelve en la escuela y no en otros ámbitos. En consecuencia la formación docente comienza en un Instituto y continúa permanentemente cada día de cada Ciclo Lectivo.

Claro, tiene que formarse cada día, porque no es como Maradona, un habilidoso de nacimiento…

Un docente no tiene tres meses de vacaciones. Les cuento que en mi escuela se trabajó hasta el 27 de diciembre, y retomamos las actividades el 12 de febrero, con mesas, reinscripciones y todo lo demás. En el camino algunos se dieron cuenta que desaprobaron materias, que recursan el año y otras malas noticias más, en las cuales son los docentes los que contienen a padres y alumnos (últimamente más a los padres que a los alumnos) claro porque eso también es una escuela, el lugar de desahogo de broncas, tristezas, iras y angustias. Allí descarga la sociedad toda su furia y amargura, porque los docentes no son como Maradona que le dan alegría a la gente…

Es mentira que los docentes viven de carpeta médica. En la escuela que dirijo concurren a trabajar casi un centenar de docentes y auxiliares. El nivel de ausentismo pronunciado no llega al 10%. Es mentira que por cada cargo hay cuatro personas trabajando, y los he visto dando sus clases sin voz, con dolores y en muchos casos como en los últimos dos años, sin un peso en el bolsillo, porque por si no lo sabían hay docentes sin cobrar, hay docentes que les deben un año entero de sueldo. La otra discusión que tendríamos que tener es preguntarnos porqué se enferman los docentes, cuáles son los males que padecen y de dónde devienen sus afecciones. Seguramente estas leyendo esto y dirás, que exagerado este señor “se le escapó la tortuga” o “que cabeza de termo” frase que no la aprendiste de un maestro, sino de Maradona…

No es cierto que los docentes trabajan cuatro horas y ganan $10.000, los docentes trabajan muchas más horas para nunca llegar a ganar $10.000. Van de una escuela a otra, en taxi, remis, micro, moto, bicicleta, auto (si no es pecado tener un auto) para poder ganar un sueldo digno. Después de hora preparan clases, corrigen exámenes y trabajos prácticos, organizan salidas educativas y también atienden padres, consuelan padres, y soportan gritos y violencias de padres. Por citar un ejemplo, un docente de educación física tiene por grupo 2 horas reloj por semana, cada vez que su grupo participa en un torneo le demanda al menos 4 a 6 horas fuera de su clase completar todos los trámites administrativos de permisos, autorizaciones, proyectos y presentación de las solicitudes y cada jornada de torneo va desde las 9 de la mañana a las 4 de la tarde. El año pasado entre otros la escuela participó del torneo Ciudad de La Plata, el mismo se desarrolló en dos etapas preliminares y una final. Si contamos los tres días el resultado es que el estado le pagó 6 horas, pero el docente trabajó 33 horas (7 en cada jornada y 4 de cada trámite para cada una de las jornadas). Sabes dónde está su ganancia, en ver como en cada etapa los alumnos se fueron superando y lograron lo que quizá en otro momento fuera impensado. Pero claro, no salió en ningún noticiero deportivo el festejo de los alumnos con el trofeo por el segundo puesto conseguido. No se los entrevistó ni a ellos ni a sus docentes, claro porque no son Maradona (ojo no tengo nada con Diego) ni el Indio Solari, ni la Princesita, ni Doman (el mediático de turno). No es una reflexión resentida, ni tampoco tengo nada contra esta gente, pero me pregunto: ¿Qué debe hacer un docente para ser respetado? ¿Usar un cuello ortopédico y confesar que padece culebrilla? ¿Bailar sin ropas en un caño? ¿Insultarse sistemáticamente y denigrarse con sus colegas?

Sin dudas nuestro país está sumido en una crisis de valores, y la educación no escapa a dicha crisis. Ayer la Sra. Presidente (esta es la forma correcta señora) en su discurso dijo que cada año comenzar las clases “son un parto” sin dudas alguien no le comentó Sra. Presidente que para muchos docentes cada día ir a trabajar “es un parto”, pero aún así no ponen mala cara, lo hacen con esfuerzo, con dedicación, con valor y con dolor. Y saben algo más, los docentes no son Maradona, son mejor, porque hacen magia cada día para enseñar en aulas sin las condiciones apropiadas, la mayoría tiene tizas y borradores en sus bolsos y portafolios que las pagan de su propio bolsillo. Sacan mágicamente fotocopias para trabajar en clase que en muchos casos también las pagan ellos para que todos puedan participar. Y saben algo más, le dan muchas alegrías a los alumnos, ya que también pasamos momentos felices, la única diferencia es que no hay testigos, ni cámaras que lo retraten. Quién de nosotros no pasó sus mejores momentos en una escuela, quién de nosotros no aprendió lo que es el compañerismo, la complicidad, la solidaridad, y cuantas cosas más en una escuela.

Cada docente, de los que conozco y me enorgullezco de llamarlos “compañeros” se juegan un mundial en cada Ciclo Lectivo, se juegan una final entre la vocación y la realidad y pelean por escaparle al “Descenso de la mediocridad establecida por el político de turno”. Cada docente levanta una copa, cuando un egresado o ex alumno lo reconoce en la calle o en el supermercado y no le pide un autógrafo, pero le comenta “el porqué” lo recuerda. Seguramente pensarán que remataré estas reflexiones con la famosa frase: “Docente se nace…” pero no, por lo que veo cada día, en cada jornada y a cada momento, les puedo asegurar que docente es una elección cotidiana que se sostiene con esfuerzo y dedicación, soportando desprecio en muchos casos, pero no lo van a conseguir, seguiremos defendiendo la educación, seguiremos enseñando a pensar y seguiremos acompañando a cada niño, adolescente y joven en su formación en esta vida. Porque es lo que elegimos y algún día Dios hará justicia con todos y cada uno de los docentes, porque a su hijo Jesús también lo llamaron MAESTRO.

Cuatro horas por día

Héctor Rey Leyes

He escuchado a algunos funcionarios, y a algunos periodistas amigos de los funcionarios, volver con aquello de que los docentes trabajan cuatro horas, de lunes a viernes y solamente nueve meses al año, para invalidar las luchas por la mejora en los salarios. Y de ahí deducen que, aunque es cierto que nuestros sueldos son bajos, también nuestra profesión es descansada. Y eso me ha llevado a preguntar por qué quienes opinan así no se han incorporado también a la docencia, ya que, siendo tan descansada, podrían hacer otras cosas al mismo tiempo. Pero sería interesante que lo intentaran, aunque para ello deberían contar con el título docente respectivo. Un detalle, nomás. Después deberían inscribirse en listas hechas al efecto y esperar que los llamen de alguna escuela o colegio, listas que se hacen sobre la base de los puntajes que cada aspirante debe exhibir, eso si algún acomodado político no les gana el lugar; pero eso no ocurre tan a menudo. Posiblemente los llamen de varios colegios y deban andar a los saltos para llegar de uno a otro, para redondear el sueldito a fin de mes; pero son solamente cuatro horas, de lunes a viernes, solamente nueve meses al año. Así, podrán tener cuarenta o cincuenta alumnos todos los días, en todas las aulas, podrán preparar las clases cuando estén cómodamente en sus casas, preparar las planificaciones, diseñar las evaluaciones, corregirlas también en sus casas, tomar exámenes tanto en verano como en invierno, y si sus alumnos no tienen éxito, posiblemente les echen la culpa a ustedes, pero son detalles… Luego podrán asistir a reuniones de personal y a reuniones de padres, en las que les pedirán cuentas por las bajas notas de sus hijos; posiblemente escuchen palabras algo airadas, y algunas referencias a sus familias, pero no sucede tan seguido. Por las dudas, hablen a cierta distancia por si algún desubicado les quiere pegar. Detalles, nomás…Y si en sus escuelas hay violencia, algunos fuman porros y otros van chupados, ustedes podrán recibir asistencia de equipos técnicos que les explicarán cómo deben hacer para poner la cara y explicarle eso a los padres quienes acusarán a la escuela de no contenerlos, y a ustedes de meterse en la vida ajena. Pero siempre a cierta distancia, uno nunca sabe… Además podrán organizar actos escolares, excursiones, actos de fin de año, clubes de teatro, organizar una radio escolar, asistir a los actos oficiales, y cada tanto, tener un plantón de varias horas bajo el sol para desfilar con sus alumnos, y podrán saludar sonrientes a las autoridades, que tomarán mate bajo los palcos. No se olviden de sonreír; hay que ser educados. También tendrán oportunidad de recibir capacitaciones con evaluaciones, podrán comprar todos los libros que quieran, asistir a cursos, hacer posgrados arancelados, y todo eso engrosará sus currículos, que les servirán para que alguna vez los inviten a dar alguna charla por ahí. Podrán atender un comedor escolar, hacer beneficios para refaccionar el edificio escolar, denunciar a la policía cuando les roben todo, cuidar de que haya siempre electricidad y que no falte el gas., no vaya a ser que haga calor o frío y los padres se enojen porque sus hijos sufren en su escuela. También podrán disfrutar del paisaje si tienen que hacer dedo en las rutas, para ahorrar en pasajes cuando sus escuelas queden lejos. Pero eso es irrelevante, son algunos miles, nomás. Pero el 11 de septiembre les regalarán flores, habrá algunas lágrimas emocionadas, y eso hará olvidar todos los escasos sinsabores que pueden haber tendido. De todos modos, habrán trabajado poco. Apenas cuatro horas, de lunes a viernes, y solamente nueve meses en el año. Qué cosa, ¿no?

sábado, 15 de febrero de 2014

LA CASA DE MUÑECAS [Katherine Mansfield]

 

Cuando la querida anciana señora de Hay volvió a la ciudad después de pasar un tiempo en casa de los Burnell, les envió a los niños una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y allí quedó, apuntalada por dos cajas de madera al lado de la puerta del comedor diario. No podía pasarle nada; era verano. Y quizás el olor de pintura se habría ido cuando llegara el momento de tener que entrarla. Porque, realmente, el olor de pintura que venía de esa casa de muñecas ("¡tan simpático de parte de la anciana señora de Hay, por supuesto; tan simpático y generoso!") ... pero el olor de pintura bastaba como para enfermar seriamente a cualquiera, según opinaba la tía Berly. Aun antes de sacarla de su envoltorio. Y cuando la sacaron...

Allí quedó la casa de muñecas, de un color verde espinaca, oscuro y aceitoso, entremezclado de amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, resplandeciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Cuatro ventanas, ventanas de verdad, estaban divididas en paneles por una ancha franja de verde. Había realmente un pequeño pórtico, también, pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura seca colgando a lo largo del borde.

¡Pero qué casita perfecta, perfecta! A quién podía importarle el olor. Era parte de la alegría, parte de la novedad.

-¡Pronto, que alguien la abra!

El gancho del costado estaba atascado fuertemente. Pat lo levantó con su cortaplumas, y todo el frente de la casa se abrió con un vaivén, y... uno podía ver al mismo tiempo la sala de estar y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esa sí que era una forma de abrirse una casa! ¿Por qué no se abrirían todas las casas así? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la hendija de una puerta la mezquina salita con su perchero y sus dos paraguas! Es eso... ¿no es cierto?... lo que uno desea conocer de una casa en cuanto pone las manos sobre el llamador. Quizás ésa es la forma en que Dios abre las casas en lo profundo de la noche cuando hace su ronda silenciosa con un ángel...

-¡Oh, oh! -las niñas de los Burnell lo dijeron como si estuviesen desesperadas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Todos los cuartos estaban empapelados. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, completos con marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los pisos excepto el de la cocina; sillas de felpa roja en la sala de estar, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas verdaderas, una cuna, una estufa, un aparador con diminutos platos y una jarra grande. Pero lo que a Kezia más le gustaba, lo que le gustaba terriblemente, era la lámpara. Estaba colocada en el centro de la mesa del comedor, una exquisita lámpara ambarina con un globo blanco. Incluso estaba llena para ser encendida pero, por supuesto, no se podía encender. Pero había algo como aceite dentro, que se movía al sacudirla.

Los muñecos padre y madre, tendidos muy tiesos como si se hubiesen desmayado en la sala, y sus dos hijitos dormidos arriba eran en realidad demasiado grandes para la casa de muñecas. No parecían pertenecer a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decir: "Aquí vivo". La lámpara era real.

Las niñas de los Burnell se apuraron como nunca para llegar a la escuela al otro día. Ardían por contarles a todos, por describir, por... bueno... jactarse de su casa de muñecas antes de que tocase la campana de la escuela.

-Voy a hablar yo -dijo Isabel- porque soy la mayor. Y ustedes dos pueden hablar después. Pero primero voy a hablar yo.

No había nada que contestar. Isabel era autoritaria, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían demasiado bien cuáles eran los poderes que confería el ser la mayor. Rozaron al caminar las matas de botones de oro al borde del camino y no dijeron nada.

-Y yo voy a elegir quién va a venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.

Porque se había dispuesto que, mientras la casa de muñecas estuviese en el patio, podían invitar a las chicas de la escuela, dos por vez, a venir verla. No para quedarse a tomar el té, por supuesto, o para vagar por la casa. Pero sí para estar calladas en el patio mientras Isabel señalaba las bellezas que contenía, y Lottie y Kezia miraban complacidas...

Pero por más que se apuraron, al llegar a las negras empalizadas del campo de juego de los varones, la campana había empezado a sonar. Apenas tuvieron tiempo de quitarse de un manotazo los sombreros y ponerse en fila antes de que pasasen lista. No importaba. Isabel trató de compensarlo dándose aire de importancia y de misterio, y murmurando detrás de la mano a las niñas que estaban cerca: "Tengo algo que decirles en el recreo".

Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Las chicas de su clase casi se pelearon por poner sus brazos en torno de ella, por caminar con ella, por sonreír halagadoramente, por ser su amiga preferida. Desplegó toda una corte bajo los inmensos pinos a un lado del campo de deportes. Codeándose, riendo sin motivo, las niñas se apretaban a su alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que siempre estaban fuera, las pequeñas Kelvey. Sabían perfectamente que no debían acercarse a las Burnell.

Porque el hecho era que la escuela a la que iban las niñas de Burnell no era en absoluto el lugar que sus padres habrían elegido si hubiesen podido elegir. Pero no había elección. Era la única escuela en varias millas. Y en consecuencia todos los niños del vecindario, las hijas del juez, las hijas del médico, las chicas del almacenero, las del lechero, estaban obligadas a estar juntas. Ni hablar de otros tantos niñitos maleducados y groseros que también asistían. Pero en algún punto había que establecer la separación. Ese punto era las Kelvey. Muchos de los chicos, incluidas las Burnell, ni siquiera tenían permiso para hablarles. Pasaban frente a las Kelvey con la cabeza levantada y, como establecían las normas de conducta en la escuela, las Kelvey eran evitadas por todos. Hasta la maestra tenía para con ellas una voz especial, y una sonrisa especial para con los otros niños cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores de aspecto terriblemente vulgar.

Eran las hijas de una pequeña lavandera muy trabajadora, que iba de casa en casa y a la que se le pagaba por día. Eso era ya de por sí desagradable. Pero, además, ¿dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con seguridad. Todos decían que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un malviviente. ¡Linda compañía para los hijos de la otra gente! Y lo parecían. Por qué las hacía tan notorias la señora de Kelvey era difícil de entender. La verdad era que estaban vestidas con retazos que le daba la gente para quien trabajaba. Lil, por ejemplo, que era una chica fornida y vulgar, con grandes pecas, iba a la escuela con un vestido hecho con un mantel de tela de lana verde de los Burnell, con mangas rojas de felpa de las cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de su ancha frente, era un sombrero de mujer, que había pertenecido una vez a Miss Lecky, la empleada del correo. Estaba levantado por detrás y adornado con una gran pluma escarlata. ¡Qué aspecto raro tenía! Era imposible no reírse. Y su hermanita, nuestra Else, llevaba un largo vestido largo, parecido a un camisón, y un par de botitas de varón. Pero, usase Else lo que usase, hubiese parecido extraño. Era una niñita parecida a una clavícula de pollo, con el pelo mal cortado y enormes ojos solemnes... una lechucita blanca. Nadie la había visto sonreír nunca; apenas hablaba. Iba por la vida agarrándose de Lil, con un pedazo de la pollera de Lil apretado en su mano. Adonde Lil fuera, nuestra Else la seguía. En el patio, en el camino de ida y vuelta a la escuela, allí iba Lil marchando adelante y nuestra Else agarrándose atrás. Sólo cuando quería algo, o cuando perdía el aliento, nuestra Else le daba a Lil un tirón, una sacudida, y Lil se detenía y se daba vuelta. Las Kelvey se entendían siempre.

Ahora las rondaban; no podía evitarse que oyeran. Cuando las niñas se volvieron y se burlaron de ellas, Lil, como de costumbre, mostró su sonrisa tonta y avergonzada. Pero nuestra Else no hizo más que mirar.

Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero también las camas con las sábanas de verdad y la cocina con la puerta del horno.

Cuando terminó, Kezia la interrumpió: "Te olvidaste de la lámpara, Isabel".

-Ah, sí -dijo Isabel- y también hay una pequeñísima lámpara, hecha toda de vidrio amarillo, con un globo blanco, en la mesa del comedor. No se puede diferenciar de una de verdad.

-La lámpara es lo mejor de todo -exclamó Kezia. Pensó que Isabel no le estaba dando la suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos que volverían a casa con ella esa tarde para verla. Eligió a Emmie Cole y Lena Logan. Pero, cuando las otras se enteraron de que todas tendrían su oportunidad, no supieron qué hacer para congraciarse con Isabel. Una por una pusieron sus brazos en torno de su cintura y caminaron con ella. Tenían algo que decirle en secreto. "Isabel es mi amiga." Sólo las pequeñas Kelvey se alejaron olvidadas; para ellas no había nada más que oír.

Pasaron los días y, mientras más chicos venían a ver la casa de muñecas, su fama se expandía. Se convirtió en el único tema, en la única moda. La pregunta era: "¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿No es hermosísima?" "¿No la has visto? ¡Qué maravilla!".

Hasta la hora de la merienda era olvidada para hablar de eso. Las niñas se sentaban a la sombra de los pinos comiendo gruesos sándwiches de cordero y grandes rebanadas de tortas de maíz enmantecadas. Como siempre, lo más cerca que se les permitía estar se sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrándose de Lil, escuchando también mientras masticaban sus sándwiches de mermelada que sacaban de un diario empapado con grandes manchas rojas.

-Mamá -dijo Kezia-, ¿puedo invitar a las Kelvey una sola vez?

-Por cierto que no, Kezia.

-Pero, ¿por qué no?

-Vete, Kezia; sabes muy bien por qué no.

Por fin todos la habían visto excepto ellas. Ese día el tema decayó. Era la hora de la merienda. Las niñas se agruparon a la sombra de los pinos y de pronto, mientras miraban a las Kelvey comiendo de su diario, siempre solas, siempre escuchando, decidieron ser odiosas con ellas. Emmie Cole empezó el murmullo.

-Lil Kelvey va a ser sirvienta cuando sea grande.

-¡Oh, oh, qué horrible! -dijo Isabel Burnell, mirando a Emmie de una manera especial.

Emmie tragó de una manera significativa y asintió mirando a Isabel como había visto hacer a su madre en esas ocasiones.

-Es verdad... es verdad... es verdad -dijo.

Entonces los pequeños ojos de Lena Logan brillaron: "¿Se lo pregunto?", murmuró.

-A que no lo haces -dijo Jessie May.

-Bah, a mí no me asusta -dijo Lena. De pronto dio un pequeño chillido y bailó frente a las otras chicas: "¡Miren! ¡Mírenme! ¡Mírenme ahora!", dijo Lena. Y resbalando, deslizándose, arrastrando un pie, riéndose detrás de la mano, Lena se acercó a las Kelvey.

Lil levantó los ojos de su merienda. Envolvió rápidamente el resto. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué ocurriría ahora?

-¿Es verdad que vas a ser una sirvienta cuando crezcas, Lil Kelvey?- chilló Lena.

Un silencio de muerte. Pero, en lugar de contestar, Lil sólo sonrió de esa manera tonta y avergonzada. La pregunta no pareció importarle en absoluto. ¡Qué fracaso para Lena! Las chicas empezaron a reírse.

Lena no podía soportarlo. Se puso las manos en las caderas; se lanzó hacia adelante: "¡Sí, si el padre de ustedes está preso!", silbó malévolamente.

Esto era algo tan maravilloso, haberlo dicho, que las niñas se alejaron corriendo en bandada, muy, muy excitadas, enloquecidas de alegría. Alguien encontró una soga larga, y empezaron a saltar. Y nunca saltaron tan alto, ni corrieron tan velozmente de un lado a otro, ni hicieron cosas tan atrevidas como esa mañana.

Por la tarde, Pat vino a buscar a las niñas de Burnell con el coche y volvieron a la casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a quienes les gustaban las visitas, subieron a cambiarse los delantales. Pero Kezia se escabulló por el fondo. No había nadie; empezó a hamacarse en los grandes portones blancos del patio. De pronto, mirando hacia el camino, vio dos pequeños puntos. Se agrandaron, venían hacia ella. Ahora podía ver que uno iba adelante y otro lo seguía de atrás. Ahora podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de hamacarse. Se bajó del portón suavemente, como si fuera a escaparse. Después dudó. Las Kelvey se acercaron y a su lado caminaban las sombras muy largas, extendiéndose a través del camino con sus cabezas entre los botones de oro. Kezia volvió a subirse al portón; se había decidido; se balanceó hacia afuera.

-Hola -dijo a las Kelvey, que pasaban.

Quedaron tan sorprendidas que se detuvieron. Lil sonrió tontamente. Nuestra Else miraba.

-Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas, si quieren -dijo Kezia, y arrastró un dedo por el suelo. Pero Lil se puso colorada y sacudió rápidamente la cabeza.

-¿Por qué no? -preguntó Kezia.

Lil contuvo el aliento, y después dijo: "Tu mamá le dijo a la nuestra que no tenías que hablarnos".

-Ah, bueno -dijo Kezia. No sabía qué contestar-. No importa. Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas lo mismo. Vamos. Nadie está mirando.

Pero Lil sacudió la cabeza más fuertemente.

-¿No quieres venir? -preguntó Kezia.

De pronto hubo un tirón, una sacudida en la falda de Lil. Se dio vuelta. Nuestra Else la miraba con grandes ojos, implorante; tenía el ceño fruncido; quería ir. Por un instante, Lil miró a nuestra Else dubitativamente. Pero entonces nuestra Else volvió a tironear de la falda. Caminó hacia adelante. Kezia indicó el camino. Como dos gatitos de albañal, cruzaron el patio hacia donde estaba la casa de muñecas.

-Ahí está -dijo Kezia.

Hubo una pausa. Lil respiraba pesadamente, casi resoplando; nuestra Else parecía de piedra.

-La abriré para que la vean -dijo Kezia amablemente. Levantó el gancho y miraron dentro.

-Esa es la sala y ése el comedor, y ésta es...

-¡Kezia!

¡Qué salto dieron!

-¡Kezia!

Era la voz de la tía Beryl. Se dieron vuelta. En la puerta estaba la tía Beryl, atónita como si no pudiese creer lo que veía.

-¡Cómo te atreves a invitar a las pequeñas Kelvey al patio! -dijo su fría voz enfurecida-. Sabes tan bien como yo que no tienes permiso para hablarles. Váyanse, chicas, váyanse enseguida. Y no vuelvan -dijo la tía Beryl. Y avanzó hacia el patio y las espantó como si fuesen gallinas-. ¡Váyanse inmediatamente! -gritó, fría y orgullosa.

No necesitaban que se lo repitieran. Ardiendo de vergüenza, encogiéndose, Lil encorvada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron de alguna manera el enorme patio y se escurrieron por el blanco portón.

-¡Niña mala, desobediente! -dijo la tía Beryl a Kezia amargamente, y cerró de un golpe la casa de muñecas.

La tarde había sido terrible. Había llegado una carta de Willie Brent, una carta aterradora, amenazadora, diciendo que, si no se encontraba con él esa tarde en Pulman Bush, vendría hasta la puerta de la casa para preguntarle por qué. Pero, ahora que había asustado a esas dos ratitas Kelvey y que le había dado un buen reto a Kezia, se sentía más tranquila. La horrible opresión había desaparecido. Volvió a la casa canturreando.

Cuando las Kelvey estuvieron fuera de la vista de los Burnell, se sentaron para descansar junto a un gran tubo de desagüe rojo a un lado del camino. Las mejillas de Lil ardían aún; se sacó el sombrero con la pluma y lo puso sobre las rodillas. Como soñando, miraron por encima de los cercos de heno, más allá del arroyo, hacia las zarzas donde las vacas de Logan esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando?

De pronto nuestra Else se acurrucó junto a su hermana. Pero ahora había olvidado a la enojada señora. Estiró un dedo y rozó la pluma de su hermana; sonrió con su extraña sonrisa.

-Vi la lamparita -dijo suavemente.

Después las dos quedaron otra vez en silencio.

EL RÍO [Flannery O’Connor]


El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.
—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.
—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.
Estaba en bata de dormir y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:
—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que tomar el tranvía dos veces —dijo ella.
Él fue otra vez al dormitorio a traer dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.
—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo sacudiendo el abrigo del chico.
—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.
Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.
Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del tocadiscos.
—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.
—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?
—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría haberlo pintado.
—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.
Una voz apagada dijo desde el dormitorio:
—Tráeme una bolsa de hielo.
—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?
—No lo sabemos —contestó él en voz baja.
—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.
—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.
Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.
El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera que la saquen.
—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.
La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:
—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!
—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.
La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.
—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.
Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.
—El día va a aclarar más tarde dijo ella—. Ésta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.
El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.
—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?
El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.
—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.
Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.
—Ahora sopla —dijo.
Y el niño sopló.
—Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.
El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con voz soñolienta—. Sólo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado cómo te llamas.
El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.
—Bevel —dijo.
La señora Connin se separó de la pared.
—¡Qué coincidencia! —dijo—. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!
—Bevel —repitió el chico.
Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.
—Ya verás cuando te lo presente —dijo—. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.
El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.
—Ahora está en el hospital —dijo ella—. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! —murmuró ella—. ¡Bevel!
Se acercaron a las vías del tranvía.
—¿Me curará? —preguntó el niño.
—¿Qué te ocurre?
—Tengo hambre.
—¿No has desayunado?
—No tuve tiempo de tener hambre —dijo el chico.
—Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos —dijo ella—. Yo también tengo hambre.
Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.
—Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.
Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, sólo ellos y el conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió allí. Poco después se quedó dormido.

LAS MOSCAS [Horacio Quiroga]


Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

EL HOMBRE MUERTO [Leopoldo Lugones]

 

La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros,borges babel después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto. 
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos. 
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo. 
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura. 
–Pero yo no soy loco –dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo–. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
   Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
  –Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
  (Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
  –Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
  “Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…
  “La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
  “Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.”
  Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
  –¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!
  En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra.
  Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
  Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.
  No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
  El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única limosna que nos había aceptado.
  No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
  –¡Un muerto! –balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
  Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
  El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
  Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
  Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.-

jueves, 6 de febrero de 2014

FALSAS APARIENCIAS [Omar Nicosia]

 

Obra de teatro de un solo acto (acto único)

 

Acto único

ESCENA UNO

La acción transcurre en una cafetería de ruta. En escena hay un mostrador con caja registradora. Delante del mostrador, hacia el proscenio, mesas y sillas. En el foro, una puerta que conduce a una oficina. En lateral izquierdo, la puerta de entrada al local. Suben las luces. El bar está vacío. Efectos de tormenta: lluvia, truenos y relámpagos. Sonido de auto que estaciona y puertas que se abren y cierran. Entran en el bar el detective Felipe Marlou y su ayudante, Laura Maltés, completamente empapados. Se sientan a una mesa. Las luces generales decrecen; una luz cenital ilumina a Marlou.

F. MARLOU (a público): -Después de resolver un caso muy difícil, decidimos tomar unas breves vacaciones. Pero esta fría y torrencial lluvia ha interrumpido momentáneamente nuestros planes... Soy Felipe Marlou, detective privado, y ella es mi atractiva y sagaz ayudante, Laura Maltés.


(Suben luces generales. Marlou y Maltés hojean el menú).


L. MALTÉS: -Qué extraño, señor Marlou... Cuando estacionó me pareció ver movimiento aquí adentro y... ¡mire, hay huellas de pisadas mojadas "entrando" al bar!
F. MARLOU: -Relájese, señorita Maltés. Usted siempre cree ver algún misterio hasta en el simple hecho de tomar un café caliente y un rico tostado, que es justamente lo que vaya pedir apenas nos atien...
VOZ EN OFF (interrumpe): -Ouuuugggg... mi... cabeza...
F. MARLOU: -¿Usted dijo algo, señorita Maltés?
L. MALTÉS: -No, fue un quejido y vino de atrás del mostrador...

(Ambos corren hacia el mostrador. De atrás, sale tambaleando el mozo)


ESCENA 2


F. MARLOU: -¡Amigo, qué chichón! ¿Cómo se golpeó?
Mozo: -Sólo recuerdo a un tipo enmascarado entrando... ahhh... y después vi todo negro...
L. MALTÉS: -Jefe, la caja registradora está vacía.
F. MARLOU: -¿Usted trabaja solo acá?
Mozo: -Soy uno de los dueños y... ¡Dios mío! Mi socio estaba en la oficina de atrás... él lleva los papeles del negocio... ¿Lo habrán... ?

(Marlou y Maltés se miran. Sacan sus armas y avanzan despacio hacia la puerta del foro. El escenario empieza a girar y, mientras oculta la escenografía del bar, deja a la vista la oficina de atrás).

 

ESCENA 3

La oficina tiene un armario grande, una caja fuerte abierta y vacía, un escritorio. Todo está revuelto; hay papeles tirados en el piso. En una silla está el socio atado y amordazado, retorciéndose. Entran sigilosos, Marlou, Maltés y el mozo.


F. MARLOU (al mozo): -¡Su socio está bien, amigo! Quítele la mordaza.
Mozo (lo hace): –¡Ignacio! ¿Estás bien, te lastimaron? (intenta desatarlo).
IGNACIO: -No, pero el enmascarado me ató a la silla y entonces abrió la caja fuerte, empezó a tirar todos los papeles que había adentro y se escapó... ¡Oh, Dios, fue horrible!
L. MALTÉS (aparte, a Marlou): -¿Notó lo mismo que yo, jefe?
F. MARLOU: -Sí, Maltés, un hombre atado a una silla.
L. MALTÉS (suspira): -Si el enmascarado lo ató a la silla y después abrió la caja fuerte y tiró los papeles... ¿cómo puede estar la silla encima de todas esas hojas?
F. MARLOU: -Excelente observación, Maltés. (Al mozo) ¡Amigo, no lo desate y llame ya a la policía! Su socio nos dirá adónde huyó el enmascarado, pues... ¡es su cómplice! Si no, ¿cómo puede estar la silla sobre las hojas si primero lo ató y luego abrió la caja fuerte y tiró los papeles que había adentro? ¿Eh, eh?

(Maltés extrae una lupa y camina alrededor del armario, observando las huellas digitales que han quedado impresas. La puerta del armario se abre bruscamente y sale el enmascarado apuntando con uno enorme pistola).


ENMASCARADO: –¡Buena deducción, Marlou!... ¡Pero fue la última! Ahora, desate a mi compinche y...

(Maltés se arroja sobre el enmascarado y lo desarma con un golpe de karate. Con una toma de yudo lo hace caer y lo deja inconsciente).

F. MARLOU: -Buen trabajo, señorita Maltés.
Mozo: -¡Qué genio, Marlou! ¿Cómo supo que el tipo todavía estaba escondido?
F. MARLOU: -Muy fácil, hay pisadas mojadas "entrando" al bar y a esta oficina, pero no hay pisadas "saliendo". Al estacionar el auto vimos movimiento en el bar: evidentemente era el enmascarado que intentaba huir. Pero al vernos no tuvo más remedio que ocultarse. En fin, ya podemos decir... ¡Hemos resuelto el caso!
L. MALTÉS (resignada): -Sí, Marlou, sí... lo "hemos" resuelto.

(La luz general decrece y deja en penumbras la escena. Una luz cenital ilumina a Marlou ... )


F. MARLOU (a público): -La patrulla acaba de llevarse a los delincuentes. La lluvia ha cesado. Ahora sí, Maltés y yo nos disponemos a paladear un reconfortante café caliente y a retomar nuestras vacaciones. El caso de hoy ha sido una nueva lección detectivesca para mi ayudante... Esta chica tiene futuro.

(Bajan las luces mientras suena música de jazz. Oscuro)

FIN

miércoles, 5 de febrero de 2014

AIRE DEL SUR [Julio Cortázar]


Aire del sur, flagelación llevando arena
con pedazos de pájaros y hormigas,
diente del huracán tendido en la planicie
donde hombres cara abajo sienten pasar la muerte.

Máquina de la pampa, qué engranajes de cardos
contra la piel del párpado, oh garfios de ajos ebrios,
de ásperas achicorias trituradas.
La bandada furtiva sesga el viento
y el perfil del molino / abre entre dos olvidos de horizonte / una risa de ahorcado. Trepa el álamo / su columna dorada, pero el sauce / sabe más del país, sus cinerarios verdes / retornan silenciosos a besar las orillas de la sombra.


Aquí el hombre agachado sobre el hueco del día
Bebe su mate de profundas sierpes y atribuye
Los presagios del día a la escondida suerte.
Su parda residencia está en el látigo
Que abre al potro los charcos de la baba y la cólera;
Va retando los signos con un pronto facón
Y sabe de la estrella por la luz en el pozo.

GRAN HERMANO [Silvia Schujer]

 

Al mío

 

Me lo preguntaron como veinte veces. Y yo les contesté las veinte veces lo mismo: que sí, que me animaba. Que a los doce años pasar una noche sin los viejos no era nada del otro mundo y que yo podía hacerlo.

Y que podía hacerme cargo de la insufrible bola de plomo de mi hermana. Y que ante cualquier problema llamaba a l portero.

Eso y mucho más les aseguré a mis padres aquella noche. Cuando me despertaron a eso de las once y me preguntaron de tantas maneras distintas si yo me animaba a quedarme solo en la casa mientras ellos– por alguna razón que entonces no dieron pero que se les notaba en la humedad de los ojos– se iban hasta el día siguiente.

Entonces nos despedimos y cerré la puerta por dentro. Escuché el ruido del ascensor cuando llegaba a la planta baja y a los dos segundos, los pasitos de mi hermana (ya dije que era insufrible) caminando hacia donde estaba yo. !Qué pesada! Siempre encima, siempre detrás.

–¿A dónde se fueron? –me preguntó entonces.

–Ni idea –le contesté haciéndome el responsable–, salieron un ratito.

–Mentira –dijo ella. Hasta mañana no vuelven.

–Y vos cómo sabés? ¿No estabas durmiendo?

–No –dijo–. Estaba esperando a los Reyes.

–¡Cierto! ¡Los Reyes! –murmuré– ¡Nos habíamos olvidado!

–¿Quién se había olvidado? –me apuró el monstruo–. Yo no. Y vos tampoco porque tus zapatos ahí están.

Los que se habían olvidado eran ellos, me acuerdo que pensé entonces. Preocupados como estaban, se habían ido sin dejarme ningún tipo de recomendación sobre el asunto y esa noche venían los Reyes. ¿Qué hacía yo con una hermana que todavía dejaba el agua para los camellos? ¿La sentaba en mis rodillas y le contaba? ¿La mantenía despierta unas cuantas horas más para que después se durmiera hasta que llegaran mis padres? ¿Me hacía el tarado y dejaba los zapatos vacíos?

Como no se me ocurría nada, lo primero que hice fue acompañar al pequeño plomo a la cama y leerle ese cuento de las uvas que tanto le gustaba. Quería que el sueño la venciera de una vez por todas así yo podía dedicarme a pensar tranquilo.

Cuando conseguí que planchara, fui a la cocina y decidí tres cosas. Primero, tomarme un vaso de leche, segundo, prepararme un sándwich y, tercero, revisar los placares de mis padres (y los del resto de la casa) para ver si encontraba los regalos. Después que hice todo (las dos primera cosas con éxito y la tercera, no) me puse a caminar como preso de un lado a otro del departamento sin ninguna idea clara en la cabeza. En eso estaba cuando de repente encontré un papelito doblado en cuatro sobre una cómoda y lo leí: Queridos Reyes Magos –decía, y enseguida me di cuenta de que la letra era de mi mamá–. Mi nombre es Melina. Voy a cumplir seis años y quisiera dos lindos vestidos para mi muñeca Mirta y un mazo de cartas para jugar con mi hermano. Espero que el viaje en camello les haya parecido muy precioso. Un beso y gracias. Melina.

Cuando terminé de leer sentí que el mundo se me caía encima ¿Por qué justo a mí tenía que pasarme eso? ¿Con qué cara iba a mirar yo a la más insoportable de las criaturas, cuando a la mañana abriera los ojos y en los zapatos no encontrara nada? ¿Qué le iba a decir, que los Reyes se habían retrasado, que a Melchor le había dado una descompostura en el camino? ¿Desde cuándo a los reyes –que eran tan magos– podían pasarle esas cosas tan humanas? No, no y no, me acuerdo que pensé. Pero ¿qué hacer?

Como no se me ocurría nada mejor y como –además– jamás hubiera salidos a comprar algo tan cursi como vestidos para muñecas, tomé una decisión y me puse a trabajar sin perder un minuto. Saqué un viejo mazo de cartas que había en el cajón de mi mesa de luz y agarré la cartuchera con lápices y marcadores que me habían quedado del año anterior. Corté unas hojas de cartulina en 40 rectángulos iguales –lo más iguales que me salieron– y me senté en la mesa de la cocina a dibujar. Durante toda la noche copié cada una de las barajas españolas (así las llamaba mi abuela) en cada uno de los rectángulos hasta que armé un mazo completo. Siempre fui bueno para el dibujo pero debo confesar que los Reyes, los caballos y las sotas me costaron un montón.

La cuestión es que a eso de las seis de la mañana el regalo estaba listo y lo envolví como pude. Lo puse en los zapatos de mi hermana –en los míos un lindo paquete de galletitas que encontré en la alacena– y me acosté a dormir desmayado de cansancio.

Cuando al día siguiente me desperté –bueno, ese mismo día, pero a eso de las diez– mi hermana estaba sentada a los pies de mi cama, mostrándole a su muñeca preferida (Mirta) cada una de las cartas del mazo que le habían traído los Reyes. Eso escuché. Apenas le dije hola, el plomo se me tiró encima, me llenó la cara de besos babosos como un pero (¡ask!) y me exigió que mirara mis zapatos.

Fingí cierta sorpresa cuando vi las galletitas y más sorpresa aún cuando ella me mostró su regalo.

–¡Qué lindo! –le dije lo mejor que pude–. ¿Te gustan?

–¡Me encantan! – respondió sosteniendo el mazo en su mano–. Pero no sé jugar.

Entonces me levanté, las llevé conmigo a la cocina –a mi hermana, a la galletitas, a la muñeca y a las cartas– serví dos vasos de Coca y empecé por los palos.

–Éstos son los oros –dije–. Las copas, los bastos y las espadas.

Ahí estábamos cuando llegaron mis padres y nos abrazaron aliviados.

–Parece que esta vez los Reyes sufrieron un retraso –dijo rápido mi mamá para solucionar lo que habría imaginado como un drama.

Entonces mi hermana le contestó que por casa ya habían pasado.

Y es el día de hoy (una semana más tarde) que todavía me pregunto: ¿mi hermana es tarada o es más viva que todos nosotros? No sé. En cualquier caso, el tío que se accidentó aquella noche de Reyes ya está mucho mejor.-