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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

lunes, 29 de agosto de 2011

LA ISLA DESIERTA - Cómo desbordar la oscuridad

Por Rodrigo N. Villalba Rojas

El grupo Ojcuro está conformado por actores videntes y no videntes. En el marco de la Fiesta Internacional de la Integración y el Reconocimiento presentaron LA ISLA DESIERTA de Roberto Arlt, en una versión inigualable.

FICHA TÉCNICA:
Obra: LA ISLA DESIERTA
Autor: Roberto Arlt
Dirección: José Menchaca
Elenco: Francisco Menchaca, Eduardo Maceda, Laura Cuffini, Marcelo Gianmarco, Mirna Gamarra, Verónica Trinidad, Juan Mendoza, Mateo Terrile, Andrés Terrile, Jesús Igriega. Sonidos: Cruz Aquino.
Sala: Salón Dorado, Hotel Internacional de Turismo, Formosa.
Puesto en escena el día 17/08/2011


A propósito de ciegos que guían a otros ciegos (hoy, la frase, más afortunada que nunca), va siendo hora de que empecemos a reconocer como propio y posible el mundo “a oscuras”. ¿Alguno “vio” esta obra? “La isla desierta” (Roberto Arlt, en puesta del Grupo Ojcuro, Bs. As.) comienza siendo un viaje iniciático, un descenso a los orígenes, al abismo, a la profundidades que, contrariamente a lo que muchos de nosotros creíamos, son un destello inabarcable, una suma infinita de estímulos que raya la locura y el deleite -locos de nosotros, jubilosos de reconocer el mundo, aún a oscuras-, y comprime el alma, el estómago, el espíritu, y lo prepara para la explosión, para la expectativa del nacimiento. ¿Lo sintieron? Es nacer de nuevo, a oscuras. Es nacer al mundo a oscuras. Parteras con forma de hombros de los que debemos ceñirnos y avanzar. Parteras de voz dulce, cuya cadencia sugiere una plenitud y una calma irrepetibles. Que nos hablan a través del perfume, de la seguridad, del tacto, el aliento, el amor. Sí, el amor.
Jamás habíamos sentido que entrar a una sala, sólo entrar a una sala, pudiera ser toda una experiencia épica. Y luego el silencio, el caos de las otras voces desesperadas como parturientas primerizas, y las voces comadronas tiñéndonos de calma.
Isla desierta, paisajes, ventanales, luz solar, eléctrica, sepulcro. Esa mezcla rara de estímulos visuales que no existen en la oscuridad absoluta, abren las puertas inmensurables del oído y el olfato, abrumados por esos ritmos severos de traqueteos mecanográficos, contra las voces que se imponen; abrumados por esos olores fragantes, indefinibles, exquisitos, por magia de los cuales nuestra intuición, afiladísima y deseosa, busca parentescos naturales, semejanzas, identificaciones.
Sí, la máquina traquetea oficinista; después el olor a café, a sandía, no sé, tantos olores, tantos sonidos, barullo de monte, de ritos tropicales, tanto tacto, tanta tempestad del cuerpo y el espíritu para vivir esas dos horas que nos marcan la vida (y ellos, que tienen la vida entera cercada por el universo sensorial e invisible), que tenemos conciencia, de repente, de que no volverán a disolverse después de abandonar la sala. Nos marcan.
La emoción de cada una de las palabras regaladas al oído del espectador, compone paulatinamente el ritmo de la historia, los personajes, las situaciones, el ambiente, y dirige un espectáculo que funda su espacio escénico en el interior de uno mismo. Un espectáculo del reconocimiento de nuestras propias posibilidades, conocimientos, sensaciones, expectativas y esperanzas. Todo cifrado en un caudal en el que la voz, el mínimo detalle, la mínima inflexión, las articulaciones, los tonos, los timbres, las dimensiones, las ubicaciones de todos los estímulos en todas las direcciones de la sala y en todos los sentidos, crean un tejido de signos tamañamente densos, que reducirlas a una descripción estética, a un registro sonoro, a una foto, no darían una idea aproximada de la experiencia, nunca. He ahí el valioso y meritorio papel de aquella docente que encauzara a sus alumnos a una de las puestas. Un niño con una experiencia de riqueza desmedida, no la olvida jamás.
La isla desierta, ni es una isla, ni es desierta. La oscuridad no es una oscuridad. No es, en fin, un descenso. El abismo tampoco es tal, y mucho menos la vista, la luz, los colores. Sólo somos nosotros, cada uno de nosotros, y en conjunto, inmersos en el mundo, sin visión, ni noción de la luz y, por eso mismo, también, sin límites.