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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

viernes, 22 de marzo de 2013

Buenos espectáculos para los chicos

 

por Nora Lía Sormani

Dentro del Primer Festival de Teatro Nacional e Internacional para Niños y Adolescentes ATINA 2003 que se desarrolló en la ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires del 4 al 9 de noviembre de 2003, se realizaron 36 funciones de Teatro para Niños y Adolescentes, a cargo de grupos de todo el país y del exterior, se organizaron tres talleres de perfeccionamiento para profesionales y estudiantes de la actividad, y se organizaron dos mesas redondas con el objetivo de reflexionar acerca de la realidad del Teatro para Niños.

El siguiente artículo fue presentado por la autora en la mesa "Relatos del Festival", donde el jurado de selección de espectáculos (Nora Lía Sormani, Juan Garff y Silvina Reinaudi) hizo una devolución a los elencos sobre los espectáculos que integraron el Festival. Se reproduce con autorización de la autora y de la Asociación de Teatristas Independientes para Niños y Adolescentes (ATINA). Imaginaria agradece a María Inés Falconi, de ATINA, las facilidades proporcionadas para su publicación.

En el Congreso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil, organizado por el IBBY, que se celebró el año pasado en Basilea, Suiza, pude escuchar a Jostein Gaarder, el autor de El mundo de Sofía. En su conferencia "¿Libros para un mundo sin lectores?", Gaarder dijo que "la leche materna nunca pasará de moda. Tampoco un buen cuento". Poco después agregó: "Los buenos cuentos son como los virus: se diseminan con facilidad e incluso pueden ser increíblemente contagiosos. No existen vacunas ni vitaminas eficaces para contrarrestar los efectos de un buen cuento. Ni siquiera la realidad —la televisión o los juegos para computadora— puede reprimirlos". Jostein Gaarder tiene razón. Lo mismo pienso del teatro para chicos. El problema es que en la misma conferencia no aclara un aspecto fundamental: qué debe entenderse por "un buen cuento". Por extensión, qué es la buena literatura. Yo me pregunto ¿qué es un buen espectáculo? ¿Cuál es el buen teatro para niños?

En mi tarea como espectadora y crítica, vuelve una y otra vez la misma inquietud: qué son los buenos espectáculos para los chicos, qué criterios seguir para elegirlos, como diferenciarlos de los regulares, mediocres o incluso los malos. Todos sabemos que un buen espectáculo es aquel que nos produce admiración y deseo de volver a verlo; todos también sabemos qué sentimos cuando estamos ante un espectáculo pobre o insignificante. El problema es llevar ese conocimiento a la formulación de una metodología de criterios de selección.

Teatro vivo, teatro mortal

Peter Brook distingue entre un teatro vivo y un teatro mortal. El primero es el que emociona, hace pensar, divierte, estimula, mueve a la acción al espectador y ensancha su experiencia del arte y del mundo. El teatro mortal, por el contrario, es el que sumerge al espectador en el aburrimiento, en una parálisis emocional e intelectual de su espíritu y que, para colmo, lo obliga a negar esa situación y a atribuirle virtudes. El teatro mortal —dice Brook— es el que nos aburre irremediablemente pero nos han enseñado a respetar porque "eso" es ir al teatro. Pero ¿cómo distinguirlos?

Aclaraciones

Para elaborar una propuesta debo dejar planteadas previamente algunas salvedades:

Hablar de espectáculo vivos y espectáculos mortales implica una teoría del gusto y una teoría del valor. Ambas están atravesadas por la subjetividad (las normas de gusto y de valor que impone cada individuo) y la por intersubjetividad (las normas establecidas colectivamente por la cultura, la historia, la política).

No hay espectáculo que no tenga algo bueno, por lo tanto, de entrada, hay que relativizar la rotundez de las delimitaciones. Porque los espectáculos son objetos complejos y múltiples, que tratan permanentemente con la incertidumbre. Como afirma Graciela Montes (1) pero refiriéndose a la literatura. "La literatura —el arte en general— ha estado siempre del lado de la diversidad. Ha cumplido su papel en la exploración de los bordes del enigma, construyendo pequeños universos de sentido. No explicaciones: universos, o más sencillamente, juegos. Frente a lo incomprensible, pero denso y deseable en su presencia —"lo otro", el bosque, los enigmas—, el arte no se ocupó de señalar certezas sino que más bien jugó con la incertidumbre. Esta ha sido su tarea, la continuación del juego. La literatura para niños también ha desempeñado ese papel, siempre que se atuvo a las reglas del arte".

No hay nada tan útil para descubrir qué es un gran espectáculo como asistir a espectáculos mediocres. En ellos palpamos la ausencia de lo que convierte al teatro en un acontecimiento y, en consecuencia, también expectar espectáculos malos nos hace más sabios.

Seleccionar, una necesidad

Pero, hechas estas salvedades, reconozcamos por qué debemos privilegiar los buenos espectáculos, por qué no podemos soslayar los criterios de selección, ni tampoco podemos delegarlos ni en las máquinas, ni en las instituciones, ni en los partidos, sino que dependen estrechamente de nuestra opinión y experiencia como espectadores:

Porque son tantos, tan intensos y atrapantes que es una pena perdérselos.

Porque no tenemos todo el tiempo del mundo y es justo aprovecharlo.

Porque generalmente nos vemos obligados a recomendar y a poner en contacto a los niños con el teatro, y una obra mediocre puede ser la causa de un futuro adulto no espectador.

Michèle Petit (refiriéndose a la literatura y yo lo hago extensivo al teatro), afirma que los buenos libros ayudan a construir la subjetividad. Parafraseando sus ideas, yo digo que el teatro puede ser un atajo privilegiado para elaborar o mantener un espacio propio, íntimo, privado, para dar sentido a la experiencia de alguien, para darle las palabras a sus esperanzas y a sus deseos. El teatro —siguiendo a Petit— puede ser también "un auxiliar decisivo para repararse y encontrar la fuerza necesaria para salir de algo; y finalmente, otro elemento fundamental, el teatro es una apertura hacia el otro, puede ser el soporte para los intercambios". (2)

Bases epistemológicas

Ofreceremos a continuación aquellos criterios que seguimos personalmente a la hora de definir un buen espectáculo. Dichos criterios dependen de dos principios epistemológicos (el análisis del conocimiento científico, la conciencia del sujeto que conoce de cómo conoce):

Desplazar los caprichos del gusto y la circunstancia por el pensamiento crítico, es decir, cada afirmación debe ser acompañada por la correspondiente argumentación.

El reconocimiento debe adecuarse al reconocimiento de los territorios de cada poética y no pedirle a una poética lo que corresponde a otra. De la misma manera que, como dice Peter Brook no puede reclamársele a un vodevil que sea una tragedia. La inadecuación crítica puede producir efectos de interpretación muy valiosos, pero no nos sirve para nuestro objetivo porque por supuesto siempre un excelente vodevil sería una pésima tragedia. No valorar un espectáculo de títeres para chiquitos como si fuera una obra de Héctor Presa, destinada a otro público y con otra poética.

Criterios de selección

Nuestros criterios de valoración de los libros son los siguientes:

Criterio técnico: un buen espectáculo debe estar técnicamente bien realizado, la técnica depende de la poética de que se trate. Cada género discursivo impone las reglas de su técnica, e incluso los espectáculos más bizarros o que trabajan con cruces acaban elaborando una técnica específica. Para ello hay que preguntarle al espectáculo cómo está compuesto en sus diferentes niveles: fonológico, léxico, morfológico, sintáctico, tematológico y semántico. Es decir, preguntarle al texto por sus sonidos, sus palabras, sus procedimientos formales, sus estructuras profundas (sintaxis, estructura narrativa abstracta que se diseña a partir de seis grandes universales: sujeto, objeto, ayudante, etc.), sus inscripciones temáticas, su sentido, etc.

El segundo criterio es el del acuerdo entre el proyecto creador y el espectáculo resultante: muchas veces un espectáculo puede estar animado por objetivos dignos de aplauso, procesos de creación fascinantes, ideas, y materiales compositivos de primer orden y, sin embargo, el resultado es decepcionante. Una metáfora culinaria tal vez ayude a comprender este segundo criterio: la del souflé, que hemos preparado con los mejores materiales, todo el cariño y de acuerdo con la receta infalible, y sin embargo, no levó.

El criterio ideológico: el buen teatro es el que hace bien, el malo, es el que hace mal. Hace mal por ejemplo, aquel teatro que estupidiza a los chicos, aquel que los vuelve grises ovejas del rebaño, aquel que disfraza trivialidad como sabiduría, aquel que infunde autoritarismo, aquel que inculca intolerancia y racismo, aquel que no respeta los derechos humanos, aquel que se burla del más débil, aquel que enseña el solipsismo, el arribismo o la corrupción, aquel que se aleja de las bases del humanismo, aquel que no colabora con la formación de seres humanos más nobles y sensibles. El mal teatro para los chicos es aquel que hace mal porque contribuye a afianzar un mundo del que los hombres deberían avergonzarse. Tenemos derecho a tomar posiciones ideológicas frente al teatro que trabaja a favor de la guerra o del fundamentalismo o del mero comercio, de la injusticia o la desigualdad.

El criterio de la relevancia: otra cosa imperdonable al teatro es que sea aburrido, que invite al sopor antes que a la emoción, a la pasividad antes que al dinamismo, a la sensación de vacío y a la estupidez, al olvido antes que al reencuentro. Bruno Bettelheim y Karen Zelan en el libro Aprender a leer (3) dedican todo un capítulo al tema del peligro del aburrimiento en los libros para chicos analizando detalladamente los textos de los libros de lectura. El capítulo se titula "Textos vacíos; niños aburridos" y consideran que este aspecto es determinante para espantar a los niños de la lectura.

Un criterio propio y específico del teatro infantil es el de la adecuación a la competencia del espectador. Aspecto que atañe tanto al aspecto técnico (qué capacidad tiene un niño de decodificar y comprender un espectáculo) y que atañe también al campo de los intereses propios de cada etapa de la infancia. Por ejemplo, Animales, de Pablo Vergne. Se trata de que los espectáculos puedan enseñar a ser espectador acogiendo a los niños en su estadio actual y motivándolos a avanzar en la complejidad y riqueza de los espectáculos.

En consecuencia, sostenemos que un espectáculo lo es por la confluencia, la aportación conjunta de su técnica, su adecuación entre el proyecto creador y resultado, su ideología y su relevancia. Ninguno de estos criterios funciona autónomamente: conocemos espectáculos de técnica impecable y sin embargo, repudiables ideológicamente, sabemos de espectáculos de ideología intachable y bienintencionada pero mediocres por su técnica, su resultado y su falta de relevancia.

La selección, una práctica intransferible

Pensar en criterios de selección es una tarea indispensable, con la que lidiamos día a día, ya sea para nuestros propios hábitos de espectadores, o como mediadores entre los niños y las obras. No podemos delegar esta tarea, no por desconfianza, sino porque la selección requiere de nuestro ejercicio de argumentación crítica. La selección es una práctica por necesidad y es intransferible. Si seleccionamos espectáculos para los chicos es para orientarlos en el camino de elaboración de sus propios criterios de selección. Ya llegará el día en que podremos confrontar con ellos nuestras respectivas argumentaciones críticas, nuestras respectivas elecciones.

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Notas

(1) Graciela Montes, "El bosque y el lobo. Construyendo sentido en tiempos de industria cultural y globalización forzada". En Memorias. El Nuevo Mundo para un nuevo mundo, Actas 27° Congreso IBBY, Cartagena de Indias, septiembre de 2000. Véase también, de la misma autora, La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético (México, Fondo de Cultura Económica, 1999).

(2) Libros más importantes de Michèle Petit: Lecturas: del espacio íntimo al espacio público (México, Fondo de Cultura Económica, 2000) y Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura (México: Fondo de Cultura Económica, 1999).

(3) Bruno Bettelheim y Karen Zelan. Aprender a leer (Barcelona, Crítica, 1983).

Espacio e ideología en el teatro para niños

 

Edición N° 2 - Palos y Piedras

Cómo citar este artículo

Sormani, Nora Lía. "Espacio e ideología en el teatro para niños". La revista del CCC [en línea]. Enero / Abril 2008, n° 2. [citado 2011-07-27]. Disponible en Internet: http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/44/. ISSN 1851-3263.

A pesar de su carácter efímero, el teatro para niños no pasa sin dejar huella y es una disciplina de aportes invalorables, porque de una forma inmediata y amena conecta al niño con el mundo del arte y le abre las puertas de la sensibilidad estética, de la reflexión, de la capacidad de emocionarse, reírse y llorar y de comprender diferentes visiones de la vida y del mundo. Tiene con respecto al “teatro para adultos” rasgos de comunidad y de diferencia. Es decir, comparte con el teatro para adultos muchos elementos y, a la vez, tiene ciertas reglas y códigos de funcionamiento que le son propios. Uno de estos rasgos específicos es la manera en que el teatro infantil plantea los espacios del espectador niño.

Tal como lo expresa Patrice Pavis en sus estudios de semiótica1, la noción de espacio se aplica en el teatro a aspectos muy diversos del texto y de la representación. El espacio dramático es el espacio abstracto al que se refiere el texto y que el espectador debe construir con su imaginación. El espacio escénico, en cambio, es el espacio real donde se mueven los actores, ya sea un escenario, un área dentro de una sala, u otro recorte espacial no convencional. Al concepto de espacio escenográfico corresponde el lugar en el que se sitúa el público y los actores durante la representación (el edificio teatral, la calle, la plaza, etc.), suma del espacio del público y del espacio de los actores.

¿Cómo funciona esta distribución de los espacios en el teatro para niños? ¿Existen los mismos espacios o éstos aparecen desdelimitados? ¿Varían estos espacios según el circuito al que la obra pertenece? ¿Surge de la propuesta estética del teatrista? ¿Se genera espontáneamente a partir de la conducta del niño como espectador? Estos son algunos de los interrogantes que involucran esta problemática.

Tradicionalmente, el teatro para niños trabajó con un modelo esquemático de representación en el cual el público infantil debía participar activamente en diversas circunstancias. Primero: mediante el acompañamiento de la música del espectáculo con palmas, zapateo, gritos o abucheos. Segundo: a través de la respuesta a interrogantes planteados desde el escenario: desde el famoso: “¿Cómo están, chicos?, “¡Más fuerte!”-; pasando por la intervención del espectador en la trama: “No encuentro a mi mamá”, dice un personaje. “¿La vieron pasar?” o “Me persigue el lobo”, dice otro personaje. “¿Me avisan si viene?”. Tercero: mediante la intervención física en el escenario, ya sea para participar de un juego, tomar el rol de un personaje o bailar con los actores en la escena final. En este tipo de teatro tradicional se busca la caída del espacio de veda o reserva (en términos de Gastón Breyer2), la unificación de los espacios dramático, escénico y escenográfico (según Pavis), con vistas a transformar la expectación en participación. De acuerdo con este modelo, el niño no expecta, sino que juega activamente y es él mismo parte del espectáculo, cuyos artistas adquieren simultáneamente el rol de animadores.

Los teatristas que trabajan de esta manera parten de una observación pragmática: al niño hay que entretenerlo a toda costa para que no se convierta en un saboteador del espectáculo. Hay que ofrecerle un alto nivel de participación porque es comprobable que los chicos más pequeños no perciben el salto ontológico que implica el pasaje del orden de lo real al orden poético, y en tanto aún no han interiorizado la convención expectatorial y por lo tanto creen estar en convivio (en términos de Jorge Dubatti3) con las criaturas de ficción, no “saben” todavía ser espectadores y requieren que se los estimule y entretenga de otra manera. El teatro adquiere así el estatuto de sucedáneo de la fiesta infantil.

Tomemos un ejemplo frecuente en los espectáculos callejeros de títeres de retablo. Los muñecos estimulan el borramiento de los límites de los espacios. Desde el retablo, el personaje ofrece una visión del espacio del público: el rey (no el titiritero) dice: “Cuántos chicos que hay hoy” o “Acérquense más que hay lugar por aquí adelante”. El personaje derrumba toda posibilidad de ilusión de cuarta pared y contamina el espacio público anulando toda diferencia. De esta manera, desde la perspectiva del adulto, el espacio dramático se amplía; desde la mirada del niño, no hay espacio dramático sino campo de juego y convivio.

Si bien este modelo tradicional de tratamiento del espacio sigue muy vigente en cientos de prácticas de la escena infantil, desde hace ya mucho tiempo se ha afianzado una actitud de rechazo a la modalidad del teatro-participación y del actor-animador presente en general en los espectáculos que integran la modernización de este lenguaje. En Buenos Aires, uno de los principales responsables de esta posición de enfrentamiento es el director Hugo Midón (autor de La vuelta manzana, Vivitos y Coleando, La familia Fernández, Huesito Caracú, entre otros). Por otra parte, desde los años setenta Midón es modelo de sucesivas generaciones de teatristas dedicados a los niños. El punto de partida de este talentoso director es la asimilación de los mecanismos del teatro para niños a los del teatro para adultos. Midón afirma una y otra vez que no hay diferencias entre el teatro para niños y el teatro para adultos y que, por lo tanto, sus procedimientos deben ser idénticos. Considera que estos principios los heredó de su maestro Ariel Bufano, quien decía que el arte era igual para todos: “Una rosa es una rosa tanto para un niño como para un adulto”.

Uno de los cambios que introdujo esta nueva concepción del teatro para niños fue la vuelta a la división de los espacios distinguidos por Pavis. Los espectáculos así concebidos no involucran al espacio del público en el espacio dramático. Si etimológicamente teatro significa “mirador”4, la función fundamental del niño espectador debe ser la de observar, mirar, contemplar los mundos poéticos, y dejarse afectar emocional, estética, lúdica e ideológicamente por ellos. De esta manera el centro de actividad del niño está ubicado en la estimulación de su capacidad imaginaria, en la exaltación de su competencia representacional y simbólica. No se trata de hacerlo trabajar físicamente sino de invitarlo a desarrollar al máximo el placer de la imaginación. Esta concepción plantea un interesante paralelo entre el teatro y la representación imaginaria que el niño pone en ejercicio cuando le leen o lee un cuento. Enrique Pinti, otro gran teatrista para niños de Buenos Aires (autor de Corazón de bizcochuelo y Crema rusa, entre otras) ha señalado en un reportaje que le hicimos en ocasión de un estreno: “Las obras deben mantener la división entre el espacio de la representación y el espacio del espectador. Hay que escribir obras sustanciosas dramáticamente, cerradas en sí mismas, autónomas de la intervención de los niños, que no tengan que ser completadas por el trabajo de los niños de aplaudir, indicar hacia dónde debe ir el personaje, y muchas otras cosas. Esa era una avivada de los teatristas para trabajar menos”.

Los artistas y grupos independientes más destacados del teatro para niños hoy en Buenos Aires: Clun (dirigido por Marcelo Katz), La Galera Encantada, La Arena (dirigido por Gerardo Hochman), los hermanos Alvarez (titiriteros que recorren todo el mundo con sus obras), La Banda de la Risa, María Romano y Daniel Casablanca, la titiritera búlgara Antoaneta Madajarova y muchos otros, trabajan bajo esta concepción. Adelgazan el nivel de participación y estimulan el de la expectación. Por el contrario, el teatro comercial para niños persiste en el presente en la concepción del teatro como uniformación de espacios, y en el rol del actor-animador. Hoy resulta un auténtico bastión de la concepción tradicional y la razón es muy sencilla: la voluntad de captación de un público masivo y subestimado en su capacidad de representación imaginaria, así como el interés por la excitación de los niños hacia la compra de merchandising. El entusiasmo que despiertan el juego y el convivio con los artistas (que generalmente provienen del circuito televisivo), permiten deslizar una invitación permanente a la compra de objetos que suelen ser ofrecidos a la entrada y a la salida y, a veces, durante el espectáculo. Los objetos generan la ilusión de continuidad material del encuentro y el juego con el artista. Reemplazan el vínculo simbólico de estimulación imaginaria por el fetichismo materialista.

Es ejemplo clarísimo de este fenómeno la obra El corazón de la isla, protagonizado por la animadora Laura Franco, conocida como Panam, que trabaja durante todo el espectáculo con la uniformación de espacio dramático-escénico-escenográfico. Desde el comienzo, la conductora interpela al público saludándolo (“Halaia, chicos”), a lo que el público responde (“Halaia, Panam”) y mostrándoles el mundo del espacio dramático y escénico como si estuviera abierto y al mismo nivel que el espacio del público. Además, los personajes del espacio dramático manifiestan constantemente su conocimiento de lo que pasa en el espacio del público. Un ejemplo, lo constituye el personaje de bruja interpretado por la actriz Gladys Florimonte, quien ataca a los espectadores refiriéndose a sus rasgos peculiares (“Me escuchás vos, que le estás dando de mamar a tu hijo mientras yo hablo”, dice la actriz o “Vos, nene, el de rulitos que llora”). Este procedimiento es puesto en evidencia en la misma obra, ya que en la segunda parte de El corazón de la isla Florimonte realiza la parodia de las interpelaciones hechas por Panam al público. La célebre actriz cómica se pone una larga peluca rubia y grita grotesca y burlonamente a los niños: “Halaia, chicos”, mientras recibe la respuesta negativa de los mismos, que le gritan: “¡Vos no sos!”.

Estas líneas no pretenden invitar a la desautorización y la erradicación del modelo tradicional. Sólo se trata de tomar conciencia de sus limitaciones y de sus objetables implicancias ideológicas. Por otra parte, qué útil y satisfactorio sería un teatro para niños de convocatoria masiva que estimulara en los hombres del futuro su capacidad simbólica y de ejercicio de la imaginación. Porque, como dice Pavlovsky en Variaciones Meyerhold, no hay arma creadora más potente que la imaginación.

clip_image002Notas

1 Patrice Pavis, 1998, Diccionario del Teatro. Dramaturgia, estética y semiología, Barcelona , Editorial Paidós.

2 Gastón Breyer, 1968, El espacio escénico, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.

3 Jorge Dubatti, 2003, El convivio teatral, Buenos Aires, Atuel.

4 J. Dubatti, 2005, Filosofía del teatro I: Mirador, Buenos Aires, Atuel.