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Las ramas tiritan. Las tiesas ramas crepitan.

miércoles, 5 de febrero de 2014

GRAN HERMANO [Silvia Schujer]

 

Al mío

 

Me lo preguntaron como veinte veces. Y yo les contesté las veinte veces lo mismo: que sí, que me animaba. Que a los doce años pasar una noche sin los viejos no era nada del otro mundo y que yo podía hacerlo.

Y que podía hacerme cargo de la insufrible bola de plomo de mi hermana. Y que ante cualquier problema llamaba a l portero.

Eso y mucho más les aseguré a mis padres aquella noche. Cuando me despertaron a eso de las once y me preguntaron de tantas maneras distintas si yo me animaba a quedarme solo en la casa mientras ellos– por alguna razón que entonces no dieron pero que se les notaba en la humedad de los ojos– se iban hasta el día siguiente.

Entonces nos despedimos y cerré la puerta por dentro. Escuché el ruido del ascensor cuando llegaba a la planta baja y a los dos segundos, los pasitos de mi hermana (ya dije que era insufrible) caminando hacia donde estaba yo. !Qué pesada! Siempre encima, siempre detrás.

–¿A dónde se fueron? –me preguntó entonces.

–Ni idea –le contesté haciéndome el responsable–, salieron un ratito.

–Mentira –dijo ella. Hasta mañana no vuelven.

–Y vos cómo sabés? ¿No estabas durmiendo?

–No –dijo–. Estaba esperando a los Reyes.

–¡Cierto! ¡Los Reyes! –murmuré– ¡Nos habíamos olvidado!

–¿Quién se había olvidado? –me apuró el monstruo–. Yo no. Y vos tampoco porque tus zapatos ahí están.

Los que se habían olvidado eran ellos, me acuerdo que pensé entonces. Preocupados como estaban, se habían ido sin dejarme ningún tipo de recomendación sobre el asunto y esa noche venían los Reyes. ¿Qué hacía yo con una hermana que todavía dejaba el agua para los camellos? ¿La sentaba en mis rodillas y le contaba? ¿La mantenía despierta unas cuantas horas más para que después se durmiera hasta que llegaran mis padres? ¿Me hacía el tarado y dejaba los zapatos vacíos?

Como no se me ocurría nada, lo primero que hice fue acompañar al pequeño plomo a la cama y leerle ese cuento de las uvas que tanto le gustaba. Quería que el sueño la venciera de una vez por todas así yo podía dedicarme a pensar tranquilo.

Cuando conseguí que planchara, fui a la cocina y decidí tres cosas. Primero, tomarme un vaso de leche, segundo, prepararme un sándwich y, tercero, revisar los placares de mis padres (y los del resto de la casa) para ver si encontraba los regalos. Después que hice todo (las dos primera cosas con éxito y la tercera, no) me puse a caminar como preso de un lado a otro del departamento sin ninguna idea clara en la cabeza. En eso estaba cuando de repente encontré un papelito doblado en cuatro sobre una cómoda y lo leí: Queridos Reyes Magos –decía, y enseguida me di cuenta de que la letra era de mi mamá–. Mi nombre es Melina. Voy a cumplir seis años y quisiera dos lindos vestidos para mi muñeca Mirta y un mazo de cartas para jugar con mi hermano. Espero que el viaje en camello les haya parecido muy precioso. Un beso y gracias. Melina.

Cuando terminé de leer sentí que el mundo se me caía encima ¿Por qué justo a mí tenía que pasarme eso? ¿Con qué cara iba a mirar yo a la más insoportable de las criaturas, cuando a la mañana abriera los ojos y en los zapatos no encontrara nada? ¿Qué le iba a decir, que los Reyes se habían retrasado, que a Melchor le había dado una descompostura en el camino? ¿Desde cuándo a los reyes –que eran tan magos– podían pasarle esas cosas tan humanas? No, no y no, me acuerdo que pensé. Pero ¿qué hacer?

Como no se me ocurría nada mejor y como –además– jamás hubiera salidos a comprar algo tan cursi como vestidos para muñecas, tomé una decisión y me puse a trabajar sin perder un minuto. Saqué un viejo mazo de cartas que había en el cajón de mi mesa de luz y agarré la cartuchera con lápices y marcadores que me habían quedado del año anterior. Corté unas hojas de cartulina en 40 rectángulos iguales –lo más iguales que me salieron– y me senté en la mesa de la cocina a dibujar. Durante toda la noche copié cada una de las barajas españolas (así las llamaba mi abuela) en cada uno de los rectángulos hasta que armé un mazo completo. Siempre fui bueno para el dibujo pero debo confesar que los Reyes, los caballos y las sotas me costaron un montón.

La cuestión es que a eso de las seis de la mañana el regalo estaba listo y lo envolví como pude. Lo puse en los zapatos de mi hermana –en los míos un lindo paquete de galletitas que encontré en la alacena– y me acosté a dormir desmayado de cansancio.

Cuando al día siguiente me desperté –bueno, ese mismo día, pero a eso de las diez– mi hermana estaba sentada a los pies de mi cama, mostrándole a su muñeca preferida (Mirta) cada una de las cartas del mazo que le habían traído los Reyes. Eso escuché. Apenas le dije hola, el plomo se me tiró encima, me llenó la cara de besos babosos como un pero (¡ask!) y me exigió que mirara mis zapatos.

Fingí cierta sorpresa cuando vi las galletitas y más sorpresa aún cuando ella me mostró su regalo.

–¡Qué lindo! –le dije lo mejor que pude–. ¿Te gustan?

–¡Me encantan! – respondió sosteniendo el mazo en su mano–. Pero no sé jugar.

Entonces me levanté, las llevé conmigo a la cocina –a mi hermana, a la galletitas, a la muñeca y a las cartas– serví dos vasos de Coca y empecé por los palos.

–Éstos son los oros –dije–. Las copas, los bastos y las espadas.

Ahí estábamos cuando llegaron mis padres y nos abrazaron aliviados.

–Parece que esta vez los Reyes sufrieron un retraso –dijo rápido mi mamá para solucionar lo que habría imaginado como un drama.

Entonces mi hermana le contestó que por casa ya habían pasado.

Y es el día de hoy (una semana más tarde) que todavía me pregunto: ¿mi hermana es tarada o es más viva que todos nosotros? No sé. En cualquier caso, el tío que se accidentó aquella noche de Reyes ya está mucho mejor.-

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